Page 169 - Extraña simiente
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Paul  llevaba  una  hora  esperando  junto  a  la  escopeta,  apoyada  contra  el

               tronco del árbol donde estaba sentado, cuando oyó un leve ruido de crujir de
               hojas entre los matorrales que había a sus espaldas. Su cuerpo se tensó, pero
               se  quedó  inmóvil.  Era  obvio  que  lo  que  fuera  quería  aparecérsele  por
               sorpresa.  Mejor  dejarlos  creer  que  no  había  notado  su  presencia,  esto

               eliminaría su cautela y les volvería más atrevidos.
                    Sin  mover  la  cabeza,  miró  de  reojo  hacia  la  escopeta.  Podía  cogerla,
               ponerse de pie, volverse y disparar en menos de dos segundos. Rápidamente.
               Muy rápidamente. ¿Pero sería lo suficientemente rápido?

                    ¿Cómo de rápido había sido Lumas?
                    El tenue ruido de hojas secas se repitió. Paul pensó: se está acercando,
               cada vez más, y un poco hacia la derecha. Pero todavía no había llegado el
               momento. Esperaría. Dejaría que se acercaran a él.

                    Miró  hacia  arriba  lentamente,  hacia  los  árboles  que  rodeaban  el  claro;
               enfocó  bien  los  ojos  sobre  un  enorme  nido  color  marrón  que  había  en  las
               ramas superiores de un roble, al otro lado del claro del bosque.
                    Oyó un sonido muy suave, afelpado; como si fuera un gato muy grande

               caminando sobre una alfombra dura. Estaban muy cerca. Muy cerca ya.
                    Bajó la mirada, junto con la cabeza; se quedó mirando momentáneamente
               el suelo entre sus pies y vio un pequeño hueso color crema. El hueso brillaba
               cálidamente. Seductoramente.

                    Ambas, la palabra y la sensación, le penetraron afiladas.
                    —¡Mierda! —susurró.
                    Y empuñó la escopeta. Se puso en pie. Se volvió. Apuntó. Disparó.
                    Pasaron dos segundos.

                    Para Paul fueron como una eternidad. Una eternidad les envolvió, girando
               como una rueda.
                    Su mano sobre el metal era su mano sobre el rostro muerto de su madre;
               era  volver  a  decir:  «Adiós,  madre».  Después  vinieron  las  lágrimas  de  su

               padre. Y la otra muerte, aquella cosa pequeña, blanca y arrugada que tenía su
               madre en el pecho. Esa cosa grotesca. En el lugar donde yacía su padre, sólo
               había  una  silueta  negra;  y  la  noche  en  soledad,  cuando  la  cara  oscura  se
               acercó a él, le rozó y disfrutó con él, él que estaba henchido de tristeza.

                    La  rueda  empezó  a  dejar  de  girar.  Volvió  a  su  punto  de  descanso,  ese
               lugar donde había estado quieta durante veintiún años, los años que pasó en
               Nueva  York,  donde  aprendió  lo  que  era  la  civilización  y  cuál  debía  ser  la
               parte que habría de tomar en ella.







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