Page 168 - Extraña simiente
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Rachel se volvió en la cama para descansar sobre el hombro y dobló la

               almohada  de  forma  que  le  quedaban  el  cuello  y  la  cabeza  en  posición
               horizontal.  Sólo  dormiría  una  horita,  nada  más.  Después,  haría  un  poco  de
               limpieza, quizás tomaría un baño y leería un rato. Pero primero, una hora de
               sueño.  Para  sacudirse  las  telas  de  araña;  para  recuperar  el  sueño  perdido

               durante las últimas semanas.
                    Ella sabía que los dos tenían la culpa de ello. La necesidad que tenían el
               uno del otro, el hambre voraz que sentían, no sólo había aumentado, sino que
               se había doblado, triplicado, hasta convertirse en una obsesión. También, a

               veces, incluso en los momentos en que estaban entrelazados y el éxtasis que
               experimentaban  era  una  sola  llama  devoradora,  Rachel  se  sentía  lejos,
               observando,  gesticulando,  pensando  qué  feo,  qué  pérdida  de  de  tiempo  es
               esto,  qué  mortecino  en  el  fondo,  haber  nacido  para  esto…,  su  venida  al

               mundo  debía  tener  otro  sentido…  Después,  cuando  ya  había  pasado  el
               momento y se paraba a reflexionar, atribuía estos sentimientos al puritanismo
               latente que le había inculcado su madre, esa madre imperturbable que no se
               andaba con tonterías.

                    Rachel cerró los ojos.
                    El  sexo  —sí,  en  parte  era  eso.  Pero  no  era  todo.  Los  sueños  que  tenía
               importaban lo mismo, eran su otra mitad.
                    Eran  sueños  que  no  deseaba  recordar  en  absoluto;  y  como  siempre  se

               despertaba sobresaltada —a veces, incluso con el cuerpo bañado en sudor—,
               pues  no  recordaba  casi  nada.  Únicamente  recordaba  un  hombre  de  cabello
               negro azabache, una barba de dos días y el rostro marcado por la angustia; lo
               que  le  hacía  despertarse,  correr,  huir,  eran  las  extrañas  sensaciones  que  le

               provocaban  la  visión  de  ese  rostro,  como  si  la  angustia  del  pobre  hombre
               estuviera inexplicablemente relacionada con su propio placer.
                    Pero  ahora  estaba  exhausta;  quizás,  ¡ojalá,  oh  Dios,  por  favor!,  que  así
               sea…, este cansancio le permitiría dormir profundamente y sin sueños. Pensó

               por un momento en quitarse los pantalones vaqueros y la camisa, pero decidió
               que  esto  no  cambiaría  mucho  las  cosas.  Hacía  ya  mucho  tiempo  que  no
               necesitaba ponerse cómoda para poder dormir.
                    ¿Había cerrado todas las puertas? —se preguntó—. ¿Y las ventanas?

                    Entonces,  poco  a  poco,  su  consciencia  se  fue  desvaneciendo  y  en  su
               imaginación vio que la casa se abría maravillosamente a todas las criaturas de
               la tierra que quisieran entrar. Después, el sueño se apoderó de ella.



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