Page 173 - Extraña simiente
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la barbilla y le levantó la cara hacia él.

                    —¿Que qué te está pasando? —preguntó.
                    Rachel cerró los ojos un momento; cuando los abrió, Paul vio que estaban
               mojados por las lágrimas.
                    —¿Que qué te está pasando? —repitió.

                    Rachel se apartó de él, dudó un momento y volvió a mirarlo.
                    «¡Ayúdame,  Paul!»,  decían  esos  ojos  —luego  cruzó  la  habitación  hasta
               llegar a su silla.
                    «Cierra todas las puertas, Rachel».

                    «Volveré antes de lo que esperas, Rachel».
                    «No hay más remedio que hacerlo. Si queremos mantenerlos alejados de
               la casa, tendremos que hacerlo».
                    Tranquilizarla. ¡Era tan fácil! Era parte de su papel y, cuando se proponía

               hacerlo en serio, ¡le salía tan bien!
                    Cambió  la  mochila  de  arpillera  que  llevaba  en  la  mano  izquierda  a  la
               mano derecha, y cogió la lámpara de queroseno con la izquierda. Miró atrás,
               hacia la casa, vio que salía humo de la chimenea y divisó a Rachel mirando

               hacia afuera, en su dirección, desde la ventana. Le hizo señas con los brazos,
               aunque probablemente ella no le podía ver en la oscuridad.
                    Esto también era parte de su papel.
                    Le llegó el olor a venado crudo y agarró la mochila con más fuerza, para

               impedir que saliera el olor.
                    Era una noche fría. Una noche tranquila y sin luna.
                    Las manos de Paul empezaron a insensibilizarse, mucho antes de lo que
               había previsto.

                    Volvió a mirar hacia atrás. Rachel seguía apostada en la ventana. Deseó,
               por  un  momento,  que  le  hubiera  visto  saludarla;  le  habría  hecho  sentirse
               mejor.
                    Se detuvo en el sendero y dejó en el suelo la mochila de arpillera y la

               lámpara  de  queroseno.  Metió  la  mano  en  el  bolsillo  y  extrajo  una  caja  de
               cerillas de cocina. Encendió la lámpara; al menos le proporcionaría algo de
               calor, además del poco de luz que resultaba tan vital; esa era la razón por la
               que Rachel había insistido tanto en que trajera la lámpara.

                    Encendió una de las cerillas, se agachó, prendió la mecha, volvió a poner
               el  globo  de  cristal  en  su  sitio  y  se  enderezó  con  la  linterna  en  la  mano.
               Iluminaba un área reducida del camino que se extendía delante y proyectaba
               un duro resplandor sobre las piedras y los surcos, acentuando sus relieves. Le







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