Page 175 - Extraña simiente
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Vio la imagen de sí mismo, tal y como era en ese mismo momento; era la

               imagen de un hombre roto.
                    Vio la imagen de Rachel —dulce, sensible, vulnerable y deliciosa Rachel
               —  empuñando  la  daga  de  madera  improvisada;  la  expresión  suplicante  e
               incrédula de su rostro cuando él anunció que debían volver a la casa y cómo

               entendió, sin necesidad de tantas palabras, que el hallazgo del cadáver de la
               niña  lo  había  cambiado  todo,  no  sabía  muy  bien  por  qué  ni  cómo,  pero  lo
               había cambiado todo; Rachel era el recipiente, la recibidora, aquello en lo que
               uno encuentra el placer.

                    Le volvió la imagen de sí mismo contándole a su nueva mujer la vida que
               iban a vivir en la granja y el alivio que sintió cuando ella empezó a ser menos
               escéptica.
                    Revivió la imagen del niño, cuya belleza y perfección ambos redujeron a

               algo  detestable  y  horroroso,  a  algo  de  lo  que  ni  siquiera  la  muerte  podía
               liberarlos por completo.
                    Vio  la  imagen  de  Lumas  y  de  sus  viejos  ojos  azules  siempre  tan
               penetrantes y tan serios. «La tierra, Paul. La tierra… crea». Recordó cómo

               Rachel insistía sin descanso en ponerle un nombre al niño; en esa época, ella
               era  feliz,  gozaba  de  cada  instante  como  si  fuera  un  regalo  del  cielo,  algo
               precioso.
                    Rachel, sentada completamente en silencio en su silla de mimbre, con una

               súplica  constante  y  eterna  en  sus  ojos:  «Ayúdame,  Paul;  ¿qué  me  está
               pasando, Paul? ¿Qué nos está pasando?».
                    Y los niños, fantasmas de la tierra. Fantasmas que compartían a su mujer
               con él.

                    Él hacía ya varias semanas que sabía que la compartían. Y él lo permitía.
                    —¡Dios mío, ayúdame! —sollozó con el rostro entre las manos.
                    Él gozaba de que la compartieran.
                    —¡Oh, Dios mío, Jesús! ¿Quién soy?

                    —¿Quién soy? —oyó Paul.
                    Su  llanto  se  apagó.  Dejó  caer  las  manos.  Abrió  los  ojos.  Estaban  justo
               fuera del círculo de luz. Podía ver el dorso de sus pies y la sombra de sus
               manos.

                    —¿Por… Por qué? —tartamudeó.
                    —¿Por qué? —oyó.
                    Tres pares de pies.
                    —¿Qué os hemos hecho? —Paul se quedó esperando. Se mantuvieron en

               silencio—. ¿Qué os hemos hecho? ¡Coño! —gritó.




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