Page 172 - Extraña simiente
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XXVI
20 de noviembre
Estaba anocheciendo. Hacía frío. Por el Oeste se adivinaba el bosque en el
bulto oscuro y chato que sobresalía de la tierra, con una aureola de resplandor
anaranjado. Paul observaba el campo tranquilamente desde la ventana, vio
cómo el resplandor iba decreciendo y cómo una estrella —supuso que sería
Venus— apareció poco a poco.
Rachel, que estaba sentada en su silla de paja al otro lado de la habitación,
preguntó:
—¿Vas a tardar mucho, Paul?
Y Paul contestó:
—El tiempo que sea necesario.
—Te estaré esperando —contestó Rachel.
No hubiera hecho falta que dijera nada, dedujo Paul, porque Rachel había
hecho la misma pregunta una docena de veces en la última media hora y él le
había contestado siempre lo mismo; lo único que ella necesitaba era romper el
silencio, el silencio que habitaba en ella y en la casa. Esa quietud mortal que
se había apoderado de ella en la última semana.
¡Paul, por favor, por favor, ayúdame! Esas eran las palabras que había
repetido una y otra vez. Paul se dio cuenta de que ella era consciente de que
sólo él podría ayudarla, de que ella ya no podría ayudarse a sí misma.
Sintió la mano de ella sobre su hombro. Se dio la vuelta, la rodeó con sus
brazos y sintió que los de ella caían inertes.
—Abrázame tú también —le dijo, tratando, en vano, de arrastrarla al
juego.
—No puedo, Paul.
—Claro que puedes.
—Paul. ¿Qué me está sucediendo, Paul?
Paul le apartó suavemente la cabeza hacia atrás y la sujetó por los
hombros con los brazos estirados. Ella bajó la cabeza. Él le puso la mano bajo
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