Page 174 - Extraña simiente
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pareció  que  esta  luz  bastaría.  En  realidad,  no  tenía  otra,  por  eso  tenía  que

               bastar.
                    Recogió su mochila. Empezó a caminar, despacio al principio, y cuando
               sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, avanzó cada vez más rápido hasta
               casi correr.

                    La  silueta  de  Paul  que  el  débil  resplandor  de  la  lámpara  proyectaba
               tranquilizó a Rachel. Era algo simbólico: la silueta y la linterna que sostenía
               significaban,  en  cierta  medida,  el  control  que  poseía  sobre  las  cosas,  su
               supremacía  en  la  oscuridad.  También  daba  la  medida  de  su  humanidad.

               Extrañamente, también expresaba su vulnerabilidad. Le convertía en alguien
               entero y vivo.
                    Rachel vio que el resplandor se alejaba, se iba distanciando de ella. Se
               apartó de la ventana, inquieta, inquieta por la idea que acababa de ocurrírsele.

                    Cruzó la habitación y arrastró la silla de mimbre hasta el escritorio. Se
               sentó y cruzó las manos sobre su regazo.
                    ¿El paraíso? —meditó—. ¿El paraíso?
                    Abrió el cajón de en medio del escritorio y sacó papel y pluma.

                    ¿El paraíso?
                    Paul,  vuelve  a  casa  y  sácame  de  aquí.  Llévame  de  nuevo  hacia  lo
               conocido.
                    Las palabras le venían con toda facilidad. Sonrió. ¿Quería que la rescatara

               del paraíso?
                    «Querida madre», escribió.
                    Hizo una pausa. Miró interrogadoramente a su alrededor.
                    ¿El paraíso? Volvió su atención hacia el escritorio.

                    «Querida madre», leyó en voz alta.
                    «Esta será probablemente la última carta mía que recibas», escribió.
                    Rachel  se  recostó  sobre  la  silla  y  se  echó  a  reír.  Volvió  a  repasar  la
               habitación con los ojos, esta vez con más confianza. ¡El paraíso!

                    Lentamente,  con  mucho  cuidado  y  aplicación,  tachó  todo  lo  que  había
               escrito.



                                                          * * *



                    Paul no entendía qué le había provocado el llanto. Se sentó en cuclillas, la
               lámpara delante de él en el suelo, se cubrió el rostro con las manos y sollozó
               profundamente. Las imágenes que le venían eran la clave, lo sabía; pero, sin

               dejar de llorar, se limitó a contemplarlas:



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