Page 179 - Extraña simiente
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Paul posó la lámpara en el suelo detrás de él y miró fijamente la oscura

               masa del bosque que se extendía justo delante de él. Estaba esperando. Cada
               noche había sido idéntica a la primera. Él caminaba hasta aquí, hasta el final
               del  camino  y  casi  inmediatamente  los  oía  venir.  Se  movían  muy
               silenciosamente, a gran velocidad, y su presencia se notaba únicamente por

               algún estallido de risa —risa que se hacía más lenta, más fluida, que llegaba
               incluso  a  sonar  como  una  canción  a  causa  del  frío  y  del  hambre  que  les
               atenazaba.
                    Paul escuchaba. Del fondo del bosque, de su rincón más profundo, le llegó

               el débil ulular de un búho.
                    Dejó la bolsa de plástico en el suelo. Puso las manos alrededor de la boca,
               en forma de bocina, y gritó:
                    —¡Hola!

                    De pronto se sintió estúpido, incómodo y fuera de lugar.
                    Dejó caer las manos. Siguió esperando.
                    Al  cabo  de  un  rato,  vio  que  había  empezado  a  caer  una  nieve  ligera.
               Contempló  cómo  los  remolinos  de  copos  de  nieve  entraban  en  desorden

               dentro del círculo de luz. Al principio, los observaba fríamente, como si la
               nieve le estuviera contando una historia necesaria, pero mil veces repetida.
               Escuchó atentamente. Estaba seguro de que podía oír cada copo de nieve por
               separado  posarse  sobre  el  globo  de  la  lámpara,  chisporrotear  y  morir,

               asesinado por el calor que despedía.
                    Vio que entre los copos de nieve pequeños y anodinos otros más grandes
               habían comenzado a caer.
                    Paul sintió ahogarse, la adrenalina le recorría el cuerpo entero.

                    Se dio media vuelta y salió corriendo.
                    A medio camino de casa, se detuvo.
                    —No —susurró—. ¡No! —gritó.
                    Cayó de rodillas. Cogió a Rachel entre sus brazos.

                    —Paul —gimió—. Lo siento, perdóname. Sólo quería…
                    —Te lo dije, Rachel, te avisé…
                    —Tengo frío, Paul. Mi ropa…, ¿dónde está mi ropa?
                    Paul miró en derredor y se maldijo por no haber traído la lámpara consigo.

               Distinguió  con  dificultad  el  abrigo  de  Rachel,  al  otro  lado  del  camino.  Le
               ayudó  a  levantarse;  ella  se  tambaleó  un  momento  y  luego  se  desplomó  al
               suelo. Él la alcanzó a tiempo y le tendió delicadamente en el suelo.
                    —Voy a por tu abrigo, Rae. Vas a estar bien, no te preocupes. No te va a

               pasar nada.




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