Page 180 - Extraña simiente
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Recogió su abrigo del suelo, la volvió a ayudar a levantarse, la envolvió

               en él, la cogió en brazos e inició el camino de regreso a casa, tartamudeando
               durante todo el trayecto: «Perdóname».


                    Por la mañana

                    La nevada había perdurado y ahora el único color que se veía en la tierra
               era el verde de los pinos y el gris y marrón de los troncos y ramas de los

               árboles de hoja caduca.
                    Rachel se apartó de la ventana. Se volvió a meter en la cama y se tapó con
               el  edredón  hasta  el  cuello.  Todavía  tenía  frescas  las  palabras  que  le  había
               dicho Paul media hora antes:

                    —Después  de  hoy  ya  no  tendrás  por  qué  tenerles  miedo,  Rachel,  te  lo
               prometo. Y cuando vuelva…, cuando vuelva, haremos planes.
                    —¿Planes?
                    —Sí, de marcharnos. Nunca debimos haber vuelto, ahora me doy cuenta.

               Esta no es nuestra tierra; nunca lo fue. Les pertenece a ellos.
                    —Estoy cansada, Paul. Sólo quiero dormir.
                    Rachel cerró los ojos.



                                                          * * *



                    Eres el arrullador, pensó Paul. El arrullador.
                    Estudió el cañón de su rifle; se había dejado la escopeta de Lumas en casa.
               Era de corto alcance y causaba demasiados destrozos (recordó el mapache y

               se le llenó la garganta de bilis). El rifle era un arma más apropiada para tirar a
               larga distancia; además, dejaría un orificio limpio y pulcro.
                    Eres el arrullador. Paul sonrió. Él era un hombre civilizado, y como tal,

               debía gozar cumpliendo lo que se había propuesto. Y esto era vengarse, hacer
               justicia, enterrar en el pasado lo que se le había hecho a su mujer, la afrenta
               que  condenaba.  Juró  que  algún  día  se  lo  contaría  a  Rachel.  Se  lo  contaría
               todo.  Tenía  que  hacerlo,  para  su  propia  paz  espiritual.  El  propósito  de
               contárselo  algún  día  ya  le  hacía  la  vida  más  llevadera,  así  como  el

               remordimiento por lo que había sucedido, lo que él mismo había provocado.
                    Oyó el murmullo de una banda de gansos que venían volando desde el
               Sur. Miró hacia arriba y vio una bandada inmensa, como de un centenar de

               pájaros. Con la distancia, no representaban más que motas negras salpicadas
               sobre un telón de fondo de nubes bajas y grises. Paul levantó el rifle, apuntó y





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