Page 167 - Extraña simiente
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una  zancada  el  estrecho  riachuelo  que  bordeaba  este  lado  del  bosque.  Se

               detuvo.
                    Había  venido  aquí  a  matar.  Esta  verdad  se  le  desveló  de  repente;  la
               detestó, pero se sintió impotente para hacer nada. Había venido a matar. Antes
               de que lo hiciera el invierno.

                    La suya era una misión piadosa. Él, uno de esos ángeles perversos que
               Dios mandaba para asegurarse de que en el paraíso nada estorbara el sueño
               pacífico del invierno.
                    Él era el arrullador de la naturaleza.

                    A corta distancia de él, a su izquierda, un faisán levantó súbitamente el
               vuelo,  las  alas  batiendo  ansiosamente  el  aire  fresco.  Paul  se  inmovilizó,  la
               adrenalina se le disparó dándole una fuerza momentánea, pero en seguida se
               agotó. Giró bruscamente la cabeza a la izquierda y vio que el faisán se posaba

               en  el  suelo  a  unos  cincuenta  metros  de  él.  Volvió  el  cuerpo  hasta  tenerlo
               enfrente, alzó la escopeta y apuntó.
                    Eres el arrullador.
                    Rozó el gatillo y sintió que cedía un poco.

                    Eres el arrullador.
                    Apretó  más  fuerte,  vio  al  faisán  aplastarse  contra  el  suelo,  tratando  de
               camuflarse; era una hembra de color marrón sucio, casi igual al de la yerba
               hirsuta que había a su alrededor.

                    Eres el arrullador.
                    El faisán volvió a saltar por los aires.
                    Paul apretó el gatillo hasta el fondo. El percusor dio un chasquido. Paul
               sonrió aliviado. La recámara estaba vacía.

                    Paul  se  dio  media  vuelta  y  comenzó  a  descender  la  leve  pendiente  a
               grandes  y  lentos  pasos.  Encontró  muy  fácilmente  el  camino  que  llevaba  al
               claro.
                    Eres el arrullador.

                    Rachel  nunca  había  comido  conejo  y  sólo  pensar  en  ello  le  revolvía  el
               estómago; los conejos eran casi como gatos, tan suaves al tacto, tan calientes
               y juguetones. Incluso había personas que tenían conejos domesticados.
                    Paul le había dicho que traería uno a casa si alguno «posaba» para él, si se

               le ofrecía.  También le  había dicho  que una  vez que  llegara el  invierno,  no
               podrían depender de la tienda de comestibles para comprar carne y que, por lo
               tanto, tendría que aprender a cocinar conejo; ella había estado de acuerdo y si
               cazaba uno tendría que intentar cocinarlo, por lo menos.







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