Page 161 - Extraña simiente
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cachorros. Todo era posible. Siempre era mejor estar prevenido. Ir sobre
seguro.
Justamente eso es lo que debiera haber hecho una hora antes (¿o habían
pasado dos horas ya?), cuando empezó a perderse, y todo por haber percibido
un vago movimiento en la distancia, dentro del bosque. (¡Coño!, podía haber
sido cualquier cosa y no necesariamente un alce; ¡sólo porque hiciera un
movimiento tan rápido!…) Tenía que haber llamado a los otros en ese
momento. Eso es lo que debía haber hecho, en vez de deambular como un
perro apaleado. De pronto se echó a reír. «¡Como un perro apaleado!», eso sí
que tenía gracia. Eso sí que tenía maldita la gracia. ¿Cómo era aquel chiste
que contaba su cuñado? ¡Ah!, sí…, el detective que… Mike se rió. En voz
alta y dura.
Dejó de reírse súbitamente. Se quedó muy quieto. ¿Era posible lo que
veía? ¡En nombre de Cristo!, ¿qué demonios era eso que veía? Pero, ¿qué
coño hacía una mujer desnuda en estos bosques? ¡Y, además, en noviembre!
Pensó un momento en llamarla, pero se dio cuenta de que la distancia era
demasiado grande, y de que el fresco y fuerte viento que golpeaba a ráfagas a
través de los árboles no dejaría llegar su voz.
La apuntó con el rifle, mirando a través de la mirilla telescópica. No había
duda de que estuviera desnuda, era una belleza. ¡Dios!, ya que se pierde uno,
éste era el mejor sitio, ¿no? Sonrió, pestañeó, vio que se había dado media
vuelta y que se estaba alejando de él. Bajó ligeramente el cañón del rifle.
¡Ah!, ¡esto sí que era agradable!…
Sintió una presión en la parte inferior de la espalda, a través de la
cazadora; se volvió instantáneamente. No había nada. Sintió una presión en
sus muslos; un dolor agudo y acerado en la pantorrilla derecha. Giró
violentamente el rifle hacia atrás y sintió que chocaba contra algo blando. La
presión y el escozor cesaron. Giró de nuevo.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Bill, Jack!…
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Bill, Jack! —oyó.
Sintió que le caía un peso sobre la espalda. En el instante siguiente, sintió
que algo le desgarraba la carne del lado izquierdo del cuello.
—¡Bill! —aulló—. ¡Oh!… ¡Dios! ¡Dios!
—¡Bill! —oyó—. ¡Oh!… ¡Dios! ¡Dios!
Al anochecer
Rachel miró por la ventana grande por quinta vez en media hora,
esperando ver llegar el coche. Suspiró. ¿Cuánto más iba a tardar?… Si sólo
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