Page 160 - Extraña simiente
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Sintió que se le relajaban los brazos; subieron a flote hasta la superficie

               del agua. Relajó los ojos. Se quedaron semiabiertos.
                    Sintió  que  el  agua  se  movía,  que  alguien  la  movía.  Sintió  que  unas
               pequeñas  manos  calientes,  unos  dedos  delgados  la  palpaban  suavemente,
               curiosos y potentes.



                                                          * * *



                    Mike D'Angelo masculló unas blasfemia rápida, como un graznido. Era
               un hombre corpulento —le llamaban «Toro» en la escuela—, y la blasfemia,

               que sonó aguda por el miedo, no le gustó nada. Volvió a intentarlo, esta vez
               bajando el tono de voz; el resultado fue un «¡Me cago en Dios!» gutural y
               cavernoso. Esta vez sí le gustó y alivió un poco el miedo que le atenazaba.

                    Se iban a reír de él. Ellos eran los otros miembros del grupo de cazadores
               —Bill Russel, Jim McCormick, Sean Weeker, Jack Wilson—. Se reirían de
               él, si no estaban riéndose ya. «No te despistes, que te puedes quedar a vivir
               aquí para siempre», le había dicho Bill. Jack le dio la razón y Jim igual, lo
               mismo que Sean que conocía a Mike desde hacía bastantes años, que se rió y

               les dijo: «Os aviso, si alguno se pierde será él». Y todos se echaron a reír.
                    Mike  tuvo  que  reconocer  que  ahora  sí  que  era  un  buen  chiste.  Todos
               conocían bien este territorio, habían venido a cazar una docena de veces aquí

               antes. Dentro de poco, saldrían a buscarlo; lo encontrarían y lo llevarían de
               vuelta al coche, donde no mencionarían para nada la sugerencia de Bill, que le
               había dicho a Mike señalando hacia el Norte: «Ve por allí, por aquel bosque;
               allí cacé yo un día un buen alce».
                    Seguro  que  ahora  ya  se  estarán  riendo.  Riéndose  y  buscándole,  porque

               nadie deja abandonado a un hombre de esta manera y algunas bromas pueden
               llegar demasiado lejos, ¿o no?
                    Si todo fuera una broma…

                    Si realmente supieran orientarse por estos bosques…
                    Si fuera cierto que Bill cazó aquí un buen alce, un día… No. Demasiados
               síes… Esto era una broma. Claro que sí. Y no había ningún «si…» de por
               medio.
                    Descorrió el cerrojo de su «Winchester 30.06», metió un cartucho, volvió

               a cerrarlo y quitó el seguro. Como simple precaución, se dijo a sí mismo. Al
               fin y al cabo, por aquí había zorros y gatos monteses —probablemente más
               asustados  que  él—,  aunque  alguno  podía  tener  la  rabia  y  pillarle

               desprevenido, o podía molestar a las crías y a su madre, o a una zorra con sus



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