Page 159 - Extraña simiente
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imposible definir, y ni siquiera saber qué se ocultaba debajo. Era algo muy…

               poderoso, muy potente. Y esa era la razón por la que le dolían los muslos, la
               pelvis, los pechos —la potencia con la que hacía el amor. La potencia con la
               que  ella  se  lo  devolvía.  Era  como  si  de  repente  les  hubieran  regalado  la
               libertad, una libertad sin límites, y que ellos la estuvieran aprovechando.

                    «Ellos». El convencimiento de esa realidad era lo que le había permitido
               apartar de ella la incomodidad que le producía su nueva forma de hacer el
               amor.  Porque  ella  había  reaccionado  enseguida  de  igual  modo.  Esperaba
               ansiosamente que llegara el momento. Lo necesitaba.

                    Rachel  miró  de  reojo  hacia  la  vieja  bañera  y  le  pareció  feísima,  que  el
               agua olía mal, a cloaca («Es agua del pozo, Rae. El agua de los pozos siempre
               tiene este olor»), que la habitación era siempre tan triste y poco acogedora…
               Al mismo tiempo pensó que estaba haciendo consideraciones muy lógicas y

               objetivas, dignas de un visitante o de un decorador de interiores que al fin y al
               cabo no vive aquí.
                    Rachel  se  quitó  el  camisón  y  se  miró  en  el  espejo  que  estaba  colgado
               encima del lavabo. Durante unos segundos, estuvo mirando, hipnotizada, una

               tela de araña formada por finas líneas marrones en la esquina de abajo del
               espejo, a la izquierda. Vio sus pechos reflejados en el espejo y sonrió. Una
               sonrisa de satisfacción. Estos pechos le gustaban a Paul. Y le gustaban a ella.
               Los  cogió  suavemente  en  sus  manos  y  su  sonrisa  se  desvaneció.  Se  quedó

               estudiando su rostro y disfrutó contemplando el placer tranquilo y la tranquila
               potencia que irradiaba.
                    Dejó resbalar suavemente las manos, se dio media vuelta, se inclinó sobre
               la bañera y sumergió la mano en el agua.

                    Oyó que se abría una puerta en la casa. Inclinó lentamente la cabeza hacia
               un lado. ¿Había cerrado todas las puertas?, se preguntó.
                    Rachel se metió en la bañera.
                    ¡Jesús, qué mal olía el agua! («Es agua del pozo, Rae. Es muy sulfurosa»).

                    ¿Había  cerrado  bien  todas  las  puertas?,  se  preguntó  de  nuevo
               distraídamente,  como  si  tratara  de  recordar  la  fecha  del  cumpleaños  de  un
               amigo lejano.
                    Oyó ruido de pisadas —algo moviéndose lenta y suavemente a través del

               cuarto de estar o del dormitorio.
                    —¿Higgins? —llamó—. ¿Higgins? —susurró.
                    Muy sulfurosa… «Pero huele tan mal, Paul…» «Es sólo porque está llena
               de minerales, Rae».







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