Page 154 - Extraña simiente
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la mañana…? «¿He desayunado hoy?», se preguntó. Sí, y la mañana anterior
también, cuando había subido arriba a poner plástico transparente sobre las
ventanas… «¿Pero, he encendido la chimenea?» Y este problema le
preocupaba mientras trabajaba, hasta que terminaba teniendo que bajar a
cerciorarse.
Rachel entró en la cocina, cogió en los brazos la cortina, la barra y los
demás elementos para instalarla y volvió a la ventana. Dejó la cortina y los
demás bártulos en el suelo y con la barra en las manos, se subió a la silla.
Mientras trabajaba, se percató de que estaba canturreando una canción.
Esto le agradó. Significaba algo especial, significaba que estaba contenta, que
estaba feliz. Además, pequeñas cosas como la pérdida de memoria y el dolor
sordo que le zumbaba en los pechos y en los muslos, un dolor que no le había
abandonado ni un momento en toda la última semana, no alteraban para nada
esta sensación de satisfacción. Había momentos, incluso, en los que todo,
inexplicablemente, parecía estar relacionado: el dolor, la pérdida de memoria,
la felicidad (mágica). Como si una cosa siguiera a la otra.
Rachel no pudo reconocer la canción que estaba tarareando. Era una
melodía muy sencilla; podía ser perfectamente un cántico, quizá un canto
gregoriano.
Terminó de instalar la barra de la cortina, bajó de la silla y comprobó que
la había puesto derecha. Satisfecha de su trabajo cogió la cortina y volvió a
subir sobre la silla.
Rachel oyó que la puerta principal se abría.
Sobresaltada, miró en dirección de la puerta. Paul apareció en el umbral
del cuarto de estar.
—¡Hola! —dijo.
Paul se quitó el abrigo, lo tiró sobre la mesa de la cocina y se acercó a
ella. La rodeó con sus brazos.
—¡Hola! —le contestó ella—. ¿Qué haces en casa tan temprano?
—¿Tan temprano?
Paul la levantó en sus brazos y la volvió a dejar en el suelo. Ella se volvió
a mirarlo de frente. Él le besó suavemente la frente.
—Sí —Rachel hizo una pausa—. Deben ser justo pasadas las doce.
—¿Las doce? No, Rachel, son casi las cuatro.
Paul miró su reloj para asegurarse.
—Las tres y cincuenta y seis, para ser exactos.
—No puede ser, Paul. Quiero decir… si me acabo de levantar, hace un par
de horas…
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