Page 151 - Extraña simiente
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campos dorados iluminados por el sol y, enfrente, un poco hacia el oeste, en

               el horizonte, un oscuro bosquecillo de pinos.
                    —Bonito, ¿verdad? —dijo Gary.
                    Una  abeja,  borracha  de  aire  fresco,  rebotó  varias  veces  contra  el
               parabrisas.

                    —¿Podemos subir las ventanillas? —preguntó Ellen.
                    —Súbelas tú mientras salgo a mear —dijo Gary abriendo la portezuela—.
               No tardaré nada. Mientras tanto vete quitándote la ropa.
                    Señaló  con  la  cabeza  hacia  el  abultado  suéter  verde  de  Ellen  y  sus

               vaqueros  blancos.  Ellen  agarró  con  las  dos  manos  el  borde  inferior  de  su
               suéter, lo alzó, exhibiendo sus pechos, y dudó.
                    Sintió  cómo  la  miraba  y  disfrutó  del  momento.  Terminó  de  quitarse  el
               suéter.

                    —¿Así? —le preguntó Ellen tirando el suéter hacia el fondo del coche.
                    —Sí —le dijo—, así, nena.
                    Salió  del  coche,  se  inclinó  hacia  ella,  y  se  quedó  mirando  sus  pechos
               durante un buen rato, sonriendo.

                    —Que no se enfríen —le dijo.
                    Se  dio  media  vuelta,  y  empezó  a  caminar  hacia  los  campos.  Ellen  se
               quedó esperando. Cuando ya no divisaba más que la nuca de Gary por encima
               de  las  matas,  se  desabrochó  el  tejano,  bajó  la  cremallera,  se  bajó  los

               pantalones  y  la  ropa  interior  hasta  por  debajo  de  las  rodillas.  Dudó  un
               instante, segura de haber oído algo detrás del coche. Se volvió y miró. Nada.
               Terminó  de  quitarse  los  pantalones  y  la  ropa  interior  y  la  arrojó  hacia  el
               asiento de atrás.

                    Ellen se quedó tranquila un momento y luego miró a su izquierda. Sintió
               ganas  de  llamarle,  de  gritarle  «Date  prisa»,  extática,  consciente  de  la
               humedad formándose entre sus piernas, del cálido cosquilleo que sentía en sus
               pechos. Se volvió ligeramente hacia la derecha. Cerró los ojos y esperó, el

               cuerpo  inclinado  hacia  delante,  las  manos  entre  los  muslos.  «Date  prisa»,
               pensó de nuevo.
                    Oyó cómo se abría la portezuela del coche. Entreabrió los ojos.
                    —Pues  ya  era  hora  —susurró.  Empezó  a  volver  el  rostro  hacia  la

               izquierda. Se detuvo. Disfrutó del tacto cálido de la mano sobre su pecho.
                    —Me gusta —murmuró.
                    Volvió  a  cerrar  los  ojos  y  sintió  cómo  la  otra  mano  envolvía  su  pecho
               derecho.

                    —Cuánto me gusta, Gary.




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