Page 152 - Extraña simiente
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—Salgo a mear —oyó de nuevo.
Vagamente deseó que dejara de repetir lo mismo. Casi rompía el encanto.
Casi.
—Pues, hazlo, Gary.
Gary lanzó un grito. Un aullido duro, torturado, de pavor. Un grito que
venía de lejos. Del campo.
Ellen se quedó paralizada.
Las manos dejaron de acariciarla.
—¿Gary? —susurró.
Ellen oyó los gritos repetirse.
Se enderezó sobre el asiento, buscó instintivamente su ropa en la parte
trasera del coche y vio una mata de cabello negro a través de la ventana de
atrás.
Oyó otro grito. Esta vez más cercano, más potente.
Desnuda, con la ropa en la mano, abrió de par en par la portezuela del
coche y salió.
—¡Oh, Dios mío, Dios mío! —gritó Gary.
Volvió a lanzar otro alarido más.
Ellen se puso el suéter.
—¿Gary? —le llamó—. Gary, ¿qué pasa, Gary?
«¿Qué está pasando aquí? ¡Oh, Dios mío! ¿Qué está pasando aquí?» —
pensó Ellen.
De repente, apareció Gary en un lateral de la carretera. Tenía los
pantalones caídos hasta los tobillos. Se sujetaba el muslo derecho y, medio
saltando, medio tropezando, llegó hasta ella. Ellen vió que llevaba las manos
teñidas de sangre.
—¡Gary! Dios mío, Gary…
—Me ha mordido. Algo me ha mordido. ¡Mira qué bestialidad!
Se desmayó.
Ellen corrió hasta él, se inclinó y le apartó la mano del muslo. Se puso a
gritar. Se levantó. Corrió hasta el coche, dudó, miró hacia atrás. Gary había
recobrado el conocimiento, se había puesto en pie y fue dando tumbos hasta
llegar a ella. Ellen se le quedó mirando durante un momento, incapaz de hacer
un solo movimiento. Finalmente, consiguió salir corriendo hacia él, le ayudó
a montarse en el coche y le sentó en el asiento del conductor.
—Gary, alguien…, alguien…
—Cierra el pico, idiota, y métete en el coche… ¡Tengo que ver a un
médico!
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