Page 158 - Extraña simiente
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                    8 de noviembre

                    Esta era la primera vez en varias semanas que Paul la dejaba sola en la
               casa.  Ya  le  avisó  la  noche  anterior;  le  dijo:  «Nos  estamos  quedando  sin
               provisiones, las despensas están vacías, eso quiere decir que mañana tendré
               que bajar a la ciudad. Te agradecería mucho que te quedaras aquí, Rae. Ya sé

               que es pedirte mucho, pero pienso que sería… lo mejor.»
                    Ella, para su propia sorpresa, no se lo había discutido. Él la iba a dejar
               sola en la casa, ella iba a estar sola un tiempo y no pasaba nada. Simplemente

               tendría  que  cerciorarse  de  que  todas  las  puertas  y  ventanas  estuvieran  bien
               cerradas. Era muy sencillo. Nadie podría entrar.
                    Paul se había marchado sin despertarla. Ella pensó que esto formaba parte
               de  su  plan  (si  es  que  todavía  tenía  necesidad  de  hacer  planes,  y  ella
               sospechaba  que  sí,  él  siempre  sería  protector  con  ella.  Era  algo  natural,

               excusable, machista y tierno). ¡Dios!, ¡cuánto lo quería! Además, se le había
               quitado el mal humor (¡ese mal humor que tanto la asustaba antes!). Se había
               vuelto más hablador, más simpático, menos serio quizá (Rachel recordó las

               pirámides torcidas de leña) y eso estaba bien, uno no tiene por qué pasarse la
               vida  envuelto  en  una  seriedad  asfixiante  y  mortecina,  sin  reírse  jamás
               espontáneamente ni contar alguna vez algún chiste estúpido… La gente que
               es así está obviamente asustada de sí misma.
                    No  obstante,  no  estaba  muy  segura  de  qué  pensar  sobre  su  manera  de

               hacer  el  amor,  del  cariz  que  estaba  tomando  en  el  último  par  de  semanas.
               Durante  un  tiempo,  unos  cuantos  días,  había  sido  maravilloso.  Se  habían
               compartido mutuamente, sus cuerpos, su amor, en vez de devorar al otro. Lo

               que ocurría era que después no quedaba nada o casi nada de esa experiencia.
               Había sido suplantada por otra cosa. Ambos lo sentían así. Era algo parecido a
               la  gula,  a  la  avidez,  aunque  esa  palabra  era  demasiado  civilizada  en  cierto
               modo, sonaba demasiado a acusación, a sentencia. No hacía más que limar el
               borde  de  lo  que  quería  expresar,  gastar  la  capa  protectora.  Con  ella  era





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