Page 147 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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—Quédate. Nunca has tocado tan bien como esta noche. Había un algo de

               magia maravilloso. Tenía mayor expresividad de la que te había oído nunca.
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                    —Es  porque  he  decidido  ser  bueno  —respondió  sonriendo⁠—.  Ya  he
               cambiado un poco.
                    —No cambies, Dorian. Al menos, no cambies para mí. Tenemos que ser

               amigos siempre.
                    —Pero tú me envenenaste con un libro una vez. No puedo perdonártelo.
               Harry, prométeme que jamás le prestarás ese libro a nadie. Es dañino.
                    —Mi  querido  muchacho,  verdaderamente  estás  empezando  a  moralizar.

               Pronto empezarás a advertir a la gente contra todos los pecados de los que tú
               has llegado a cansarte. Eres demasiado encantador para eso. Y, además, sería
               inútil. Tú y yo somos lo que somos y seremos lo que tengamos que ser. Pásate
               mañana. Voy a salir a las once, y podemos pasear juntos. El parque es una

               delicia en este momento. No creo que haya habido lilas como éstas desde que
               te conocí.
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                    —Muy  bien.  Estaré  aquí  a  las  once  —dijo  Dorian⁠—.  Buenas  noches,
               Harry.

                    Al  llegar  a  la  puerta,  vaciló  por  un  instante,  como  si  tuviera  algo  que
               decir. Suspiró entonces, y salió.
                    Hacía  una  noche  espléndida,  tan  cálida  que  dobló  el  abrigo  y  lo  llevó
               sobre el brazo y ni siquiera se puso el pañuelo de seda al cuello. Mientras

               paseaba  de  camino  a  casa,  fumando  su  cigarrillo,  pasaron  dos  jóvenes  con
               traje de noche. Oyó a uno de ellos que le susurraba al otro:
                    —Ése es Dorian Gray.
                    Recordó  lo  mucho  que  solía  gustarle  que  lo  señalaran,  o  se  quedarán

               mirándolo, o hablaran de él. Ahora estaba cansado de oír su nombre. La mitad
               del encanto del pueblecito donde pasaba tanto tiempo últimamente era que allí
               nadie sabía quién era. Le había dicho a la muchacha a la que había enamorado
               que era pobre, y ella lo había creído. Le había dicho una vez que era malvado,

               y ella se había reído de él y le había dicho que las personas malvadas eran
               siempre muy viejas y muy feas. ¡Cómo era su risa! Igual que el canto de un
               tordo. Y qué hermosa estaba en sus vestidos de algodón y con sus grandes
               sombreros. Ella no sabía nada, pero tenía todo lo que él había perdido.

                    Cuando llegó a su casa, encontró a su criado esperándolo. Lo mandó a
               dormir y se tumbó en el sofá de la biblioteca, y empezó a pensar en algunas
               de las cosas que lord Henry le había dicho.
                    ¿Era verdad que nadie podía cambiar nunca? Sentía una inmensa nostalgia

               de la pureza inmaculada de su niñez, de su niñez de rosas blancas, como lord




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