Page 68 - Lo Inevitable del Amor
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Cuando cumplí los quince años quise buscar a mi padre biológico. Es un deseo
      que tenemos todas las personas que somos adoptadas. Mi madre me dijo que no
      sabía nada de aquel hombre, ni si estaba vivo o muerto, y, además, nunca me
      reveló su nombre verdadero. Me engañó, y se equivocó al hacerlo. O quizás no.
        Ella  buscó  a  Gene  Dawson  cuando  mi  empeño  por  conocer  a  mi  padre
      biológico  era  insostenible.  Lo  encontró  y  descubrió  en  ese  momento  que  su
      amante americano se había convertido en un artista reconocido mundialmente.
      Fue  a  Nueva  York  y  le  hizo  saber  que  en  España  tenía  una  hija  preciosa  que
      quería conocerle. Mi madre no ha querido entrar en detalles sobre la negativa del
      escultor a conocer a su hija, pero aquel viaje no salió como ella esperaba. Al
      parecer,  el  Gene  que  encontró  mi  madre  en  Manhattan  era  un  buen  hombre,
      pero alcoholizado y enganchado a la cocaína.
        Mi madre quedó con él en su apartamento de Nueva York una mañana. Abrió
      la puerta una asistenta negra fumando que hablaba español. Le hizo pasar a una
      salita con restos de una juerga que tenía pinta de ser permanente; en esa casa,
      según mi madre, ni con cinco asistentas negras se solucionaba el desastre. Gene
      tardó más de media hora en aparecer. Y cuando apareció, lo hizo con un albornoz
      marrón abierto y en calzoncillos. Llegó a la salita recién levantado, sin haberse
      lavado  la  cara.  Era  evidente  por  las  legañas  y  por  los  surcos  de  las  sábanas
      sellados en su rostro. Mi madre llevaba debajo del brazo un álbum negro de fotos
      de su preciosa hija desde que era bebé hasta la adolescencia para que mi padre
      biológico me conociera.
        —¿Ésta es mi hija?
        —Se llama María Puente, lleva el apellido del hombre con el que me casé.
        Gene  hojeó  el  álbum.  Mi  madre  había  seleccionado  cuidadosamente  cada
      una  de  las  fotos,  añadiendo  fechas  y  textos  explicativos.  Había  cumpleaños,
      enfados, risas, estaba yo dibujando, comiendo, jugando… Los primeros quince
      años de mi vida dentro de ese álbum de tapas negras.
        —Es igual que tú.
        —Sí, nos parecemos mucho.
        Gene terminó una a una las páginas del álbum y volvió al principio.
        —¡Gracias, Ernesta!
        Fue  lo  último  que  acertó  a  decir  antes  de  emocionarse  sentado  en  el  sofá.
      Cerró el álbum después de terminarlo por segunda vez y se levantó a servirse un
      whisky. Puso medio vaso, que apuró de un solo trago, y volvió a rellenarlo. Le
      ofreció uno a mi madre, que, naturalmente, rechazó. Era demasiado pronto para
      una copa.
        —María quiere conocerte.
        —¿Y por qué no la has traído?
        —Quería saber primero cómo estabas.
        —Has hecho bien.
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