Page 70 - Lo Inevitable del Amor
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—Yo qué sé, hija —se justifica—, cuando yo vine estaban las persianas
cerradas.
—Es un apartamento apoteósico —exclama Smith—. ¿Apoteósico, se dice?
No le corrijo porque aunque él no lo sabe creo que ha dado con el calificativo
correcto. Apoteósico. Gene lo vendió a una sociedad hace algunos meses, aunque
podía disfrutarlo hasta su muerte.
—¿Y qué es lo que Gene me ha dejado?
—Todo.
—¿Cómo todo? —insiste mi madre.
—Todo, señora. Los cuadros, las esculturas, los libros, los muebles. Todo lo
que hay en el apartamento es para usted. Está todo en este inventario. Muchas
cosas no tienen demasiado valor, pero hay otras que son piezas únicas.
Me da una lista con papel oficial y sellos del estado de Nueva York. Una lista
en la que están, uno a uno, todos los objetos que hay en el piso. La verdad, no soy
capaz de distinguir lo bueno de lo que no lo es tanto, lo de más valor y lo de
menos. Todo es tan armonioso que sientes que si sustituyes un solo cojín por otro,
el nuevo siempre será peor. Mi madre y yo hacemos un recorrido por el
apartamento detrás de William Smith, que va por delante abriéndonos puertas.
Viendo la casa siento un poco de rabia por no haber conocido antes a Gene,
no porque yo haya necesitado más cariño del que he tenido, eso seguro, sino
porque hubiera aprendido mucho de él. Es algo que intuyo porque hay algo en mí
que es suyo. Puede que sea la genética, que tiene mucha fuerza, y no sólo porque
nos haga ser rubios o altos o tener los ojos verdes o, en algunos casos, los dientes
separados. También la genética inunda todo eso que no entendemos y que
pretendemos explicar con palabras tan poco precisas como espíritu o alma.
—Y éste era el estudio donde Gene solía trabajar.
Es la última frase que pronuncia William Smith antes de abrir la última
puerta, que sale de una esquina del salón. La habitación está completamente a
oscuras. Nuestro guía se adentra en ella buscando alguna persiana para que entre
algo de luz.
—Al parecer, trabajaba a oscuras —explica.
—¿A oscuras? —se pregunta mi madre.
—Sí —le respondo—, a mí me lo contó una vez. Al principio, moldeaba el
barro a oscuras.
—¡Hay que ver la tontería de los artistas! —dice mi madre mientras le entra
la risa y la tos al mismo tiempo.
William Smith encuentra una persiana y comienza a abrirla mientras la
habitación va iluminándose poco a poco. Apenas hay muebles. Sólo una mesa de
trabajo en el centro llena de lo que parecen modelos en barro y varios lienzos
apoyados en el suelo, muchos todavía en blanco, otros en los que parece que
Gene había estado ensayando colores y formas. Al parecer sin llegar a ninguna