Page 66 - Lo Inevitable del Amor
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Las  oficinas  de  Skadden,  Arps,  Slate,  Meagher  &  Flom  en  Manhattan  son
      exactamente como me las había imaginado. Están en la planta veinticinco de un
      rascacielos  cerca  de  Times  Square.  Desde  la  recepción  una  señorita  nos
      acompaña hasta el despacho de William Smith.
        Mi madre y yo nos sorprendemos de la cantidad de gente que trabaja en el
      bufete, lleno de pasillos y estancias enormes repletas de mesas contiguas en las
      que  los  empleados,  bastante  jóvenes  en  general,  trabajan  delante  de  sus
      ordenadores. Son oficinas modernas donde el cristal, el acero y la moqueta no
      necesitan más decoración que los ordenadores y el personal, ellos casi todos con
      camisa  y  corbata,  ellas  con  esa  elegancia  un  poco  artificial  que  tienen  las
      abogadas en todas partes y aquí también.
        Al  doblar  un  nuevo  pasillo  —esto  es  enorme—  la  decoración  cambia.  La
      moqueta es ahora verde botella, las paredes están forradas en tela beis con un
      toque salmón muy clarito, los muebles son coloniales y hay colgadas pinturas al
      óleo, paisajes y algunos retratos de presidentes americanos. Desde Washington
      hasta Kennedy. Al lado del despacho al que nos dirigimos hay una bandera de
      Estados Unidos. Los americanos son muy exagerados para sus cosas.
        Mi madre y yo nos sentamos en unos sillones de piel color tabaco en una sala
      de espera contigua. La chica que nos ha acompañado se marcha y aparece un
      señor bajito, con barriga, calvo y con el pelo que le queda en la nuca largo hasta
      los hombros. Es muy blanco de piel, los ojitos verdes muy pequeños, el pelo que
      le queda rojizo, su traje color crema, su camisa blanca de seda brillante y una
      corbata  verde.  Lo  que  podríamos  definir  coloquialmente  como  « un  cuadro» .
      Nos saluda en español para a continuación bromear en inglés: « No hace falta
      que lo digan, a pesar del nombre, no me parezco al actor» . Mi madre no habla
      inglés, así que no sabe de qué se ríe, pero al ver cómo nos reímos nosotros ella
      también lo hace para que no parezca que no ha entendido nada. Nos invita a su
      despacho y, una vez sentados en una especie de mesa de juntas, William Smith se
      pone serio, adquiriendo un tono más profesional.
        —Perdone, señor Smith —interrumpe mi madre—, ¿podría hablar usted en
      español? Antes le he oído y…
        —No te preocupes, mamá —le interrumpo—, yo te traduzco.
        —No es un problema. Hablaré en español si lo desea —responde el abogado.
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