Page 64 - Lo Inevitable del Amor
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viniendo del váter a la cama y de la cama al váter de la habitación del hotel de la
      calle 50 en Manhattan.
        Cuando me recuperé lo suficiente como para levantarme de la cama ya sólo
      quedaba  un  día  para  regresar  a  Madrid.  Ése  fue  el  tiempo  que  tuve  para  ver
      Nueva York muy por encima. Entre las prisas y mi debilidad a consecuencia de
      la infección, la ciudad no terminó de gustarme. Creo que incluso le cogí un poco
      de  manía.  Normal.  Aquel  viaje  planteado  para  recuperar  nuestra  actividad
      sexual después de tanto tiempo acabó con un polvo de cinco minutos que además
      tuvo fatales consecuencias. Definitivamente, Nueva York no era mi ciudad.
      He hablado por teléfono con Carla y Julia y están bien. Óscar me dice que ha
      podido hablar con los padres de la niña a la que Carla empujó al autobús y han
      decidido  finalmente  no  denunciarnos.  Me  dice  mi  marido  que  son  gente  muy
      sensata. Es verdad, si yo me pongo en su lugar no sé lo que habría hecho. Óscar
      también  ha  hablado  con  el  psicólogo  del  colegio.  Yo  creía  que  era  psicóloga
      porque se llama Rosario, pero es que Rosario también es nombre de varón. El
      diagnóstico  de  Rosario  es  que  las  niñas  pueden  desarrollar  una  conducta
      antisocial. A partir de la semana que viene van a empezar una terapia a la que
      deben ir una vez a la semana y me cuenta Óscar que también tendremos que ir
      él y yo. Dicen que es imprescindible.
        —A  mí  no  me  sorprende  tanto  lo  que  ha  pasado  —me  dice  mi  madre  al
      contárselo.
        —¿Pero qué dices? —me enfado.
        —Las niñas no paran de llamar la atención. Será porque la necesitan.
        —Carla y Julia tienen de todo.
        —Tienen de todo, pero se pasan el día solas.
        —Mamá, no te metas donde no te llaman. Son mis hijas.
        —Mira, María, yo no quiero discutir… Carla ha empujado a una niña delante
      de un autobús y a punto ha estado de matarla.
        —Pero al final no ha sido nada.
        —¡María, por Dios! —me grita—. Deja de mirar para otro lado.
        Tengo la tentación de contestar, pero antes de hacerlo me pongo a llorar. No
      sé muy bien por qué, pero no puedo evitarlo.
        —¡Ven aquí, mi niña!
        —¿Qué estoy haciendo mal?
        Mi madre me abraza y yo lloro en su hombro.
        —Verás como todo se arregla —me consuela.
        Y así sigo un rato largo en el hombro de mi madre, manchándole el pecho de
      mocos  y  lágrimas  como  cuando  era  pequeña.  Hacía  mucho  tiempo  que  no
      lloraba tanto, ni me acuerdo de la última vez. Y no, no quiero mirar para otro
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