Page 62 - Lo Inevitable del Amor
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Y eso hizo mi madre, que se fue de allí después de esquivar a uno de los dos niños
      con  los  que  casi  se  chocó  sin  darse  cuenta.  En  el  camino  de  vuelta  por  aquel
      pasillo mi madre sufrió el inconfundible dolor del desamor, que ataca justo en las
      entrañas e irradia tristeza sin piedad al resto del cuerpo. El torero y ella, cada uno
      con las tripas desgarradas a su manera, no volvieron a verse.
        Esta  historia  es  la  única  de  la  que  mi  madre  me  hizo  partícipe  de  cuantas
      haya tenido. Entre otras cosas, porque fue la más importante. Me la contó una
      noche que yo volví a casa de madrugada después de una cena con compañeros
      de la facultad en la que había bebido más de la cuenta. Ella estaba tomándose un
      whisky, algo que solía hacer las noches de los viernes. Ése era el día en el que se
      tomaba una copa sola en el salón, la mayoría de veces acompañada de algún
      porro de marihuana y escuchando música. Esa noche me uní a ella con el whisky
      y  con  los  porros  y  me  contó  su  pasión  por  el  torero  y  el  dolor  del  desamor.
      Aquella  noche  quise  mucho  a  mi  madre.  Descubrí  que  era  una  mujer
      apasionada, llena de vida, querida y herida por aquella historia de amor con Luis,
      el torero. Cómo me gusta recordar esto precisamente ahora.
      Yo  había  ido  varias  veces  a  Estados  Unidos,  incluso  estudié  allí  tercero  de
      bachillerato.  Viví  en  un  pueblo  de  Nebraska  donde  casi  nadie  tenía  una  idea
      precisa de dónde estaba España y donde, aparte de aprender inglés, descubrí que
      yo no era rubia. En España siempre lo había sido, pero las rubias de Nebraska
      con esas pieles blancas como un folio y ese pelo casi amarillo hacían de mí, en el
      mejor de los casos, una chica castaña. También había viajado a Los Ángeles,
      Chicago  y  Boston  en  distintas  vacaciones,  pero  curiosamente  no  había  estado
      nunca en Nueva York hasta que tuve treinta años.
        La primera vez que vine ya no estaban las Torres Gemelas, el atentado había
      sido  justo  el  año  anterior.  Esa  primera  vez  no  me  gustó  demasiado  la  ciudad,
      puede que porque me lo pasé fatal. Los sitios, creo, te gustan en función de lo que
      te pasa en ellos. Fui con Óscar poco después de haber tenido a las niñas. Yo creo
      que no habían pasado ni tres meses.
        El nacimiento de Carla y Julia me provocó un gran desconcierto, aunque la
      palabra que mejor le iría a lo que me pasaba es desconsuelo. Durante los días en
      los que permanecí en el hospital, a pesar de las molestias de la cesárea, estaba
      contenta porque las niñas pasaron los dos primeros en la incubadora y yo sentía
      esa especie de felicidad que te da poder decir que eres madre. Las niñas tenían
      poco  peso,  normal  al  ser  mellizas,  pero  estaban  estupendamente  de  salud.  Lo
      malo fue al llegar a casa.
        Al margen del agobio que suponía manejar a dos criaturas tan pequeñas sin
      estar muy segura de cómo se hacía y de la gente que no paraba de venir a casa
      de visita en aquellos primeros días, el caso es que Carla y Julia se pasaron las
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