Page 61 - Lo Inevitable del Amor
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sorpresa, por algo de morbo, o, lo más seguro, por envidia.
Cuando salió del coche de aquel señor, recuerdo que era un Renault 18, mi
madre se recompuso la falda, la blusa naranja y el pelo con mi pinza de nácar.
Cuando se dirigió hacia el portal y me vio observándola, se dio cuenta de que la
había visto besándose con ese hombre en el coche. Llegó hasta mí y se comportó
de manera desconcertantemente natural.
—¡Hola, hija! —dijo mientras me daba un beso.
—¡Hola, mamá! —contesté tímida.
—¿Quieres preguntarme algo?
—No, mamá.
—Vale. Sólo quiero que sepas que todo está bien y que yo también estoy muy
bien.
—Claro, mamá.
—¿Qué tal te ha ido el día?
Y eso hice mientras nos metíamos en el ascensor: contarle mi día con
naturalidad. La misma que ella tuvo al entrar a casa y besar a mi padre, que nos
esperaba para cenar.
El tipo del Renault 18 era Luis, el torero; banderillero, para ser precisos. El
hombre del que mi madre posiblemente ha estado más enamorada en toda su
vida. Es curioso cómo el dolor puede tener distintas formas, pero desgarrarnos
siempre en el mismo sitio. El desamor siempre nos duele en la tripa, en las
entrañas de nuestro ser, justo ahí, en el centro de lo que somos. Ése es el sitio en
el que duele el desamor.
Un día de verano Luis toreaba en Las Ventas de banderillero con un matador
modesto intentando cambiar su suerte y tener un triunfo que pudiera convertirle
en un torero importante. Era una corrida más de un domingo de agosto en Las
Ventas, de esos días en que casi toda la plaza está vacía y de la poca gente que
hay, la mayoría son japoneses. Luis estaba a punto de poner un par de banderillas
cuando el toro le prendió del muslo y le volteó por los aires. Cuando cayó, perdió
el conocimiento del porrazo que se dio contra la arena. Tuvo suerte en eso,
porque al estar inconsciente no sintió cómo aquel toro negro le metió el cuerno en
la tripa, en las entrañas de su cuerpo, justo ahí, en el centro de su ser. El toro le
desgarró por completo el vientre y tuvieron que operarle primero en la
enfermería de la plaza y después en el hospital al que le trasladaron.
En el hospital estuvo varios días en la UVI entre la vida y la muerte hasta que
a las dos semanas la moneda se inclinó hacia el lado de la vida. Mi madre fue a
visitarle cuando lo llevaron a planta. Iba ilusionada por el pasillo que conducía a
la habitación por volver a besar a su torero herido. Cerca de la puerta vio a dos
niños de unos ocho y diez años y, al asomarse dentro, a Luis tumbado y a una
mujer a los pies de su cama. El torero vio a mi madre en el umbral y con un
gesto de cabeza señalando el pasillo le pidió que se fuera por donde había venido.