Page 156 - Lara Peinado, Federico - Leyendas de la antigua Mesopotamia. Dioses, héroes y seres fantásticos
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raba la prosperidad a los Anunnaki. Ornamentaba sus  lechos  en los
      que eran diseminadas plantas de lapislázuli. Pero ninguno de los dio­
      ses me  ha  ayudado  ni  ha  consolado  mi  corazón.  ¡Pobre  de  mí!  Mi
      buen  augurio  se  hizo  tan  distante  como  el  cielo.  Soy  uno  que  ha
      servido  a los  dioses  de  día  y  de  noche, pero  los  días  se  han  acaba­
      do  para  mí.
         Después  de  pronunciar  aquellas  palabras,  el  rey  de  Ur  se  sentó
      en  el frío suelo  del Más Allá. Tras  estar en  silencio  breves  momen­
      tos  continuó  con  su  lamento:
         —Yo, que  servía a los  dioses, noche y  día, ¿cómo  he  sido  paga­
      do  por mis  esfuerzos? El  día  se  acaba ahora sin sueño  para mí, que
      servía  a  los  dioses  noche  y  día.  Como  si  estuviese  detenido  por
      una  tempestad  que  cae  desde  lo  alto  del  cielo,  ¡ay!, ahora  no  pue­
      do  llegar a los  edificios  de Ur. ¡Ay!  ¡Mi esposa se  ha  convertido  en
      una  viuda!  ¡Pasa  el  día  derramando  lágrimas y pronunciando  que­
      jas  amargas!  Mi  fuerza  se  ha  ido. A  mí,  el  guerrero,  la  mano  del
      destino  me  ha  castigado  cruelmente  en  tan  sólo  un  día.


         Sigue  una  laguna  de  cuatro  líneas,  en  las  cuales  Urnamma  se  compara
         a  distintos  animales.  Cuando  el  texto  se  hace  legible,  el  rey sigue  alu­
         diendo  a  su  esposa.

         — Mi esposa pasa los días en lloros y lamentos. Su amable  udug}
      su  espíritu  tutelar, se  mantuvo  al margen. Su  amabfe  lamma, genio
      protector, no la apoyó. Ninsun no la protegió con su firme y noble
      mano. Nanna, el  señor Ashimbabbar, no  extendió  su  halo  protec­
      tor. Enki, el  rey  de  Eridu, no  la  sacó  de  su  desesperación.  Como
      un  barco  a  la  deriva  en  una  tormenta  tempestuosa,  el  palo  de
      anclaje,  su  sustento,  no  sirvió  de  nada.  Como  las  criaturas  de  la
      estepa, traídas  a  un  mal  pozo,  una  mano  pesada  fue  situada  sobre
      ella, mi  esposa.  Como  un  perro  aprisionado  en  una jaula, el  gri­
      to  «¿dónde?»  se ha alzado. Utu, el  dios  de la justicia, no  tiene  aún
      el  veredicto. A  ella,  sin  embargo,  la  ha  llenado  c^n  el  grito  de
      «¡Oh,  mi  hombre!»  Mi  tigi,  adab, gigid,  zamzam,  todos  ellos  ins­
      trumentos  musicales,  han  sido  convertidos  por  mi  esposa  en


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