Page 160 - Lara Peinado, Federico - Leyendas de la antigua Mesopotamia. Dioses, héroes y seres fantásticos
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Un día, delante  de la  entrada  de la casa de su madre, en la puer­
       ta  del  Ezagin,  se  hallaba  precisamente  Sud,  que  sin  advertirlo  era
       admirada  por  los  dioses  que  por  allí  pasaban,  como  puede  admi­
       rarse  a  un  hermoso  animal,  noble  y  espléndido. En  aquel  tiempo,
       todavía lejano, no  se le había dado  una esposa al dios Enlil, el  Gran
       Monte, que  habitaba  en  el  Ekur, su  magnífico  templo  de  Nippur.
       Tampoco  en  el  Kiur, una  de  las  estancias  nobles  de  aquel  templo,
       se  había  pronunciado  nunca  el  nombre  de  Ninlil,  que  correspon­
       día  al  de  una  diosa.
         Enlil  no  renunciaba  a  tener  una  esposa. Y  para  ello, en  espera  de
       que los  dioses le  otorgasen una, se lanzó por su cuenta a buscarla por
       todas  las  tierras  conocidas.  Después  de  haber recorrido, inútilmente,
       todo  el país de Sumer, hasta el borde del mundo, en búsqueda de una
       esposa, Enlil, el Gran Monte, se detuvo  en su caminar en la ciudad de
       Eresh. Y  allí, cuando  hubo  examinado  todo  con  sus  ojos, encontró  a
       una mujer que le  causó impacto, que vino  a  alegrar su  corazón.
         Nada  más  verla  quedó  prendado.  Pero,  se  había  enamorado  de
       una  mujer  que  había  encontrado  en la  calle¿ ante  la puerta  de  una
       noble  y  sagrada  mansión. Esta  circunstancia  no  se  ajustaba  ni  a  las
       normas  divinas  ni  a  las  humanas.  Las  diosas  y  doncellas  recatadas
       no  andaban  por  las  calles,  sin  más.  Los  acuerdos  matrimoniales  se
       decidían  tras  largas  conversaciones  en  las  que  los  padres  tenían  la
       última palabra. En cualquier caso,  ¡se  trataba de la hermosa y joven
       Sud, la  hija  de  Nisaba!
         Totalmente  dichoso,  deleitándose  con  la  dulce  expresión  de  la
      joven  y  con  su  inmaculada  belleza, Enlil,  ardiendo  en  deseos  de
       conocerla, se acercó y le dijo a la hermosa Sud, a la que había con­
      fundido  con  una  prostituta:
         — Mujer, te recubriré gustosamente con un manto señorial y tras
       haber hecho  el amor contigo  te  convertirás  en mi mujer. Tu belle­
       za  me  ha  seducido  completamente,  aunque  no  seas  una  persona
       de  calidad, de  orígenes  nobles.
         A pesar  de  su juventud y  candidez, Sud le  replicó  a  Enlil:
         — Puesto  que  me  hallo,  con  toda  honorabilidad,  delante  de  mi
      puerta, ¿por qué empañas mi reputación?  ¿Qué quieres de mí? ¿Por


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