Page 468 - El nuevo zar
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artículos en la prensa de la oposición en los que se reciclaban antiguos
rumores sobre la afiliación de Cirilo al KGB, sus incursiones comerciales en
la importación de tabaco en la década de 1990 y su gusto por los lujos más
exquisitos, incluida una gran dacha, un yate privado y relojes caros. (Él negó
poseer estos últimos hasta que el poco habilidoso retoque de una fotografía
oficial dejó ver el reflejo de un deslumbrante reloj sobre un tablero lustroso.)
La Iglesia, alguna vez muy reprimida, había emergido del colapso soviético
como una de las instituciones más respetadas del país, vista por muchos de
sus adeptos como una institución por encima de la política del país. Ahora,
Cirilo conducía a sus fieles directamente hacia una alianza con el Estado:
apenas un mes después de solidarizarse con los manifestantes, ahora se
quejaba de que sus exigencias eran «gritos estridentes» de aquellos que
valoraban una cultura de consumo occidental incompatible con las tradiciones
rusas.
La contramarcha de Cirilo era llamativa y, para los críticos, irritante, pero
reflejaba el surgimiento de una narrativa central respecto del retorno de Putin.
Era una narrativa que se enraizaba en la nostalgia no por los tiempos
soviéticos, sino por un pasado zarista aún más distante, un pasado expresado
en los escritos de, entre otros, Iván Ilyín, el filósofo político al que Putin había
estado citando en sus discursos desde 2005. Ante la agitación masiva, Putin se
presentó no solo como el garante de los beneficios obtenidos desde la era
soviética, sino también como el líder de la nación en un modo más profundo.
Era el protector de sus valores sociales y culturales. En una serie de siete
declaraciones de campaña reimpresas en los periódicos líderes, expuso una
nueva visión rotundamente conservadora del país que se refería al «modelo
civilizatorio» de Rusia, un modelo diametralmente opuesto a los valores
decadentes de Occidente, representado en gran medida por aquellos que ahora
se manifestaban contra su Gobierno en las calles. Había elegido el
contraataque, y este fue sorprendentemente efectivo.
En el punto algido de las protestas, en diciembre y enero, las encuestas de
opinión sugerían que quizás no alcanzara ni la mitad de los votos, lo cual lo
obligaría a una segunda vuelta, pero para febrero sus índices comenzaron a
escalar otra vez. El aparato mediático del Kremlin seguía a su servicio y lo
retrataba como la autoridad firme de un Estado bajo asedio. Sus oponentes
eran demasiado débiles o demasiado radicales, ayudados por los saboteadores
internos y sus patronos en el extranjero, decididos a destruir a la nación. La