Page 471 - El nuevo zar
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obtuvo el 59 %. Putin declaró la victoria en un breve discurso en la plaza del
               Manezh, con las torres del Kremlin como un telón de fondo perfecto para la
               televisión. Una gran multitud se reunió ante una pequeña plataforma. Muchos

               provenían de fuera de Moscú, como ocurrió en su único mitin político, traídos
               en autobús al área muy custodiada donde Putin iba a aparecer. Esa era la gente
               de  Putin,  no  los  hipsteri  de  moda,  los  intelectuales  y  los  radicales,  los

               «cosmopolitas  desarraigados»  que  arrancarían  a  Rusia  su  raíz  histórica  y
               tradiciones.  «Hemos  demostrado  que  nuestro  pueblo  es  capaz  de  distinguir
               una  cosa  de  otra  —dijo  Putin  esa  noche  después  de  que  Medvédev  lo

               presentara—  y  el  deseo  genuino  de  lograr  la  modernidad  pese  a  las
               provocaciones  políticas  que  tienen  un  solo  objetivo:  destruir  a  Rusia  como
               nación  y  usurpar  el  poder.»  Al  hablar,  le  rodaron  lágrimas  por  la  cara,  las

               primeras que había derramado en público desde el funeral de Anatoli Sobchak
               doce  años  atrás.  Parecía  ser  un  despliegue  auténtico  de  emoción,  pero  el
               Kremlin luego insistió en que solo se debió a un viento frío.


                    Las  elecciones  dejaron  a  los  opositores  de  Putin  sin  ánimo  y
               desorientados. El humor festivo de las primeras grandes protestas devino en
               desesperanza. Los disidentes estaban unidos por una causa —o una variedad
               de  causas—,  pero  no  por  una  estrategia  para  lograr  sus  objetivos.  Resultó

               evidente que nada había cambiado, y quizás nada cambiaría. Excepto en los
               conceptos más abstractos de una democracia plural y democrática, ¿quién se

               presentaría si hubiera una «Rusia sin Putin»? Se organizó una protesta en la
               plaza Pushkin para la tarde siguiente, a menos de un kilómetro y medio del
               Kremlin, pero ¿qué sentido tenía ahora? En lugar de las masas que habían
               brotado  para  las  protestas  anteriores,  esta  vez  quizás  asistieron  veinte  mil

               personas.

                    «Sobrestimamos nuestra fuerza», dijo Navalni esa noche. Hacia el fin de
               las dos horas asignadas a la protesta, suficiente para que se desahogaran un

               poco,  según  la  percepción  de  las  autoridades,  menos  de  dos  mil  personas
               permanecían  en  la  plaza  donde  se  habían  reunido.  Parecían  indecisos  de

               acatar  los  llamamientos  de  Navalni  y  un  líder  de  oposición  más  agresivo,
               Serguéi Udaltsov, a quedarse en las calles, incluso a montar un campamento
               como habían hecho los ucranianos en Kiev en 2004 o los manifestantes en El
               Cairo el año anterior. En lugar de eso, la policía antidisturbios barrió el lugar,

               blandiendo  sus  cachiporras.  Hubo  más  de  doscientos  cincuenta  arrestos  y
               docenas de heridos. Las calles de Moscú fueron despejadas.
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