Page 476 - El nuevo zar
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escoltaba el coche de Putin y otros dos mientras hacían su camino hasta el
               Kremlin, donde esperaba Medvédev, que ya había saludado a la guardia de
               honor.  El  convoy  pasaba  por  calles  que  habían  sido  vaciadas  no  solo  de
               tráfico,  sino  también  de  personas.  Nadie  observaba.  Nadie  saludaba  o

               vitoreaba en esa mañana soleada. Nadie siquiera se atrevía a estar afuera.

                    En  2000,  Putin  había  realizado  su  primer  juramento  al  cargo  contra  un
               telón  de  incertidumbre  económica  y  política  y  la  guerra  en  Chechenia.  Su

               segunda investidura, más apagada, tuvo lugar a la sombra de esa guerra, entre
               la restricción de las libertades políticas y el desmantelamiento de Yukos, pero
               también  en  medio  de  un  resurgimiento  económico  que  había  beneficiado  a

               más rusos que en ningún otro momento de la historia del país. Medvédev juró
               su cargo en 2008, en un tiempo de esperanza de que Rusia hubiera superado
               su historia turbulenta y pasara el poder a una nueva generación de líderes, que

               pronto quizás fueran líderes que conocieran solo a la Rusia moderna, no a la
               Unión Soviética. Ahora Putin retornaba para jurar el cargo por tercera vez,

               comprometiéndose fielmente  a  servir  y  proteger  al  país  por  seis  años  más.
               Pero él y el país habían cambiado. Había vuelto al poder dividiendo a una
               nación,  infundiendo  miedo  respecto  de  los  enemigos  internos  que  querían
               apropiarse del poder y revertir todo lo que se había logrado desde que prestó

               juramento  por  primera  vez.  Putin  retornaba  al  poder  porque  había  logrado
               erigirse  como  la  única  opción  real  en  la  votación.  Ya  no  parecía  ser  el

               presidente  de  toda  Rusia,  sino  solo  el  de  la  mayoría  de  Putin.  Para  la
               oposición, era un trago muy amargo.

                    Volvió  a  hacer  el  largo  recorrido  a  pie  a  través  del  Gran  Palacio  del

               Kremlin que había hecho doce años atrás. Los candidatos derrotados estaban
               allí,  aunque  no  en  primera  fila.  Así  también  estaban  Mijaíl  Gorbachov  y
               líderes  extranjeros,  como  Silvio  Berlusconi,  un  amigo  ahora,  cuyos  tres
               mandatos  como  primer  ministro  de  Italia  casi  lo  igualaban  en  longevidad,

               pero  cuya  vida  política  había  llegado  a  su  fin  entre  indagaciones  por  sus
               finanzas y su vida sexual. Medvédev habló primero, brevemente, y dijo que la

               continuidad  era  esencial  para  el  futuro  de  Rusia,  y,  como  había  sido
               característico de Yeltsin pero no de Putin, reconoció las limitaciones de su
               presidencia. «No hemos logrado hacer todo lo que esperábamos y no hemos
               logrado llevar a término todo lo que planeábamos», dijo. Putin apareció serio

               e impávido. Era mayor ahora, con la cara estirada por la cirugía estética, el
               pelo más fino y ralo, aunque a los cincuenta y nueve años seguía estando en
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