Page 216 - El Hobbit
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sobre  ellos,  alto  en  el  aire,  alumbrando  todo  el  lago;  los  árboles  de  las  orillas
      brillaban  como  sangre  y  cobre,  con  sombras  muy  negras  que  subían  por  los
      troncos.  Luego  descendió  de  pronto  atravesando  la  tormenta  de  flechas,
      temerario de furia, sin tratar de esconder los flancos escamosos, buscando sólo
      incendiar la ciudad. El fuego se elevaba de los tejados de paja y los extremos de
      las vigas mientras Smaug bajaba y pasaba y daba la vuelta, aunque todo había
      sido  empapado  en  agua  antes  que  él  llegase.  Siempre  había  cien  manos  que
      arrojaban agua dondequiera que apareciese una chispa. Smaug giró en el aire.
      La  cola  barrió  el  tejado  de  la  Casa  Grande,  que  se  desmoronó  y  cayó.  Unas
      llamas inextinguibles subían altas en la noche. La cola volvió a barrer, y otra casa
      y otra cayeron envueltas en llamas; y aún ninguna flecha estorbaba a Smaug, ni
      le hacía más daño que una mosca de los pantanos.
      Ya  los  hombres  saltaban  al  agua  por  todas  partes.  Las  mujeres  y  los  niños  se
      apretaban en botes de carga en la ensenada del mercado. Las armas caían al
      suelo. Hubo luto y llanto donde hacía poco tiempo los enanos habían cantado las
      alegrías  del  porvenir.  Ahora  los  hombres  maldecían  a  los  enanos.  El  mismo
      gobernador  corría  hacia  una  barca  dorada,  esperando  alejarse  remando  en  la
      confusión  y  salvarse.  Pronto  no  quedaría  nadie  en  toda  la  ciudad,  y  sería
      quemada y arrasada hasta la superficie del lago.
        Eso era lo que el dragón quería. Poco le importaba que se metieran en los
      botes. Tendría una excelente diversión cazándolos; o podría dejarlos en medio del
      lago hasta que se murieran de hambre. Que intentasen llegar a la orilla y estaría
      preparado. Pronto incendiaría todos los bosques de las orillas y marchitaría todos
      los  campos  y  hierbas.  En  ese  momento  disfrutaba  del  deporte  del  acoso  a  la
      ciudad más de lo que había disfrutado cualquier otra cosa en muchos años.
        Pero  una  compañía  de  arqueros  se  mantenía  aún  firme  entre  las  casas  en
      llamas.  Bardo  era  el  capitán,  el  de  la  voz  severa  y  cara  ceñuda,  a  quien  los
      amigos  habían  acusado  de  profetizar  inundaciones  y  pescado  envenenado,
      aunque  sabían  que  era  hombre  de  valía  y  coraje.  Bardo  descendía  en  línea
      directa  de  Girion,  Señor  de  Valle,  cuya  esposa  e  hijo  habían  escapado  aguas
      abajo por el Río Rápido del desastre de otro tiempo. Ahora Bardo tiraba con un
      gran arco de tejo, hasta que sólo le quedó una flecha. Las llamas se le acercaban.
      Los compañeros lo abandonaban. Preparó el arco por última vez.
        De  repente,  de  la  oscuridad,  algo  revoloteó  hasta  su  hombro.  Bardo  se
      sobresaltó, pero era sólo un viejo zorzal. Se le posó impertérrito junto a la oreja y
      le  comunicó  las  nuevas.  Maravillado,  Bardo  se  dio  cuenta  de  que  entendía  la
      lengua del zorzal, pues era de la raza de Valle.
        —¡Espera! ¡Espera! —le dijo el pájaro—. La luna está asomando. ¡Busca el
      hueco  del  pecho  izquierdo  cuando  vuele,  y  si  vuela  por  encima  de  ti!  —y
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