Page 220 - El Hobbit
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de  muchas  canciones  imperecederas.  Pero:  ¿por  qué,  oh  Pueblo  —y  aquí  el
      gobernador se incorporó y habló alto y claro—, por qué merezco yo vuestras
      maldiciones?  ¿He  de  ser  depuesto  por  mis  faltas?  ¿Quién,  puedo  preguntar,
      despertó al dragón? ¿Quién recibió de nosotros ricos presentes y gran ayuda y
      nos llevó a creer que las viejas canciones iban a ser ciertas? ¿Quién se entretuvo
      jugando con nuestros dulces corazones y nuestras gratas fantasías? ¿Qué clase de
      oro han enviado río abajo como recompensa? ¡La ruina y el fuego del dragón!
      ¿A quién hemos de reclamar la recompensa por nuestra desgracia, y ayuda para
      nuestras viudas y huérfanos?
        Como  podéis  ver,  el  gobernador  no  había  ganado  su  posición  sin  ningún
      motivo. Como resultado de estas palabras la gente casi olvidó la idea de un nuevo
      rey y volvieron los enojados pensamientos hacia Thorin y su compañía. Duras y
      amargas palabras se gritaron desde muchas partes; y algunos de los que antes
      habían cantado en voz alta las viejas canciones gritaron entonces igual de alto que
      los enanos habían azuzado al dragón contra ellos.
        —¡Tontos! —dijo Bardo—, ¿por qué malgastáis palabras y descargáis vuestra
      ira sobre esas infelices criaturas? Sin duda los mató el fuego antes que Smaug
      llegase  a  nosotros  —entonces,  cuando  aún  estaba  hablando,  el  recuerdo  del
      fabuloso  tesoro  de  la  Montaña,  ahora  sin  dueño  ni  guardián,  le  entró  en  el
      corazón; Bardo calló de pronto, y pensó en las palabras del gobernador, en Valle
      reconstruida y coronada de campanas de oro, si pudiese encontrar a los hombres
      necesarios.
        Por fin habló otra vez: —No es tiempo para palabras coléricas, gobernador, o
      para  decidir  grandes  cambios.  Hay  trabajo  que  hacer.  Os  serviré  por  ahora,
      aunque dentro de un tiempo quizá reconsidere de nuevo vuestras palabras y me
      vaya al norte con todos los que quieran seguirme.
        Bardo  se  alejó  entonces  a  grandes  pasos  para  ayudar  a  instalar  los
      campamentos y cuidar de los enfermos y heridos. Pero el gobernador frunció el
      entrecejo cuando Bardo se retiró, y se quedó allí sentado. Mucho pensó y poco
      dijo, aunque llamó a voces para que le trajesen lumbre y comida.
        Así, dondequiera que Bardo fuese, los rumores sobre un enorme tesoro que
      nadie guardaba corrían como un fuego entre la gente. Los hombres hablaban de
      la recompensa que vendría a aliviar las desgracias presentes, de la riqueza que
      abundaría  y  sobraría,  y  de  las  cosas  que  podrían  comprar  en  el  Sur.  Estos
      pensamientos los ayudaron a pasar la noche, amarga y triste. Para pocos se pudo
      encontrar  refugio  (el  gobernador  tuvo  uno)  y  hubo  poca  comida  (aún  para  el
      gobernador). Gentes que habían escapado ilesas de la destrucción de la ciudad,
      enfermaron aquella noche por la humedad y el frío y la pena, y poco después
      murieron; y en los días siguientes hubo mucha enfermedad y gran hambre.
        Mientras, Bardo tomó el mando y disponía lo que creía conveniente, aunque
      siempre en nombre del gobernador, y trabajó mucho conminando a las gentes de
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