Page 56 - El Hobbit
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risotadas y los gritos de los gigantes podían oírse por encima de todas las laderas.
—¡Esto no irá bien! —dijo Thorin—. Si no salimos despedidos, o nos
ahogamos, o nos alcanza un rayo, nos atrapará alguno de esos gigantes y de una
patada nos mandará al cielo como una pelota de fútbol.
—Bien, si sabes de un sitio mejor, ¡llévanos allí! —dijo Gandalf, quien se
sentía muy malhumorado, y no estaba nada contento con los gigantes.
El final de la discusión fue enviar a Fili y Kili en busca de un refugio mejor.
Tenían ojos muy penetrantes, y siendo los enanos más jóvenes (unos cincuenta
años menos que los otros), se ocupaban por lo común de este tipo de tareas
(cuando todos comprendían que sería inútil enviar a Bilbo). No hay nada como
mirar, si queréis encontrar algo (al menos eso decía Thorin a los enanos
jóvenes).
Cierto que casi siempre se encuentra algo, si se mira, pero no siempre es lo
que uno busca. Así ocurrió en esta ocasión.
Fili y Kili pronto estuvieron de vuelta, arrastrándose, doblados por el viento,
aferrándose a las rocas. —Hemos encontrado una cueva seca —dijeron—,
doblando el próximo recodo no muy lejos de aquí; y caben poneys y todo.
—¿La habéis explorado a fondo? —dijo el mago, que sabía que las cuevas de
las montañas raras veces están sin ocupar.
—¡Sí, sí! —dijeron Fili y Kili, aunque todos sabían que no podían haber estado
allí mucho tiempo; habían regresado casi enseguida—. No es demasiado grande
y tampoco muy profunda.
Naturalmente, esto es lo peligroso de las cuevas: a veces uno no sabe lo
profundas que son, o a dónde puede llevar un pasadizo, o lo que te espera dentro.
Pero en aquel momento las noticias de Fili y Kili parecieron bastante buenas. Así
que todos se levantaron y se prepararon para trasladarse. El viento aullaba y el
trueno retumbaba aún, y era difícil moverse con los poneys. De todos modos, la
cueva no estaba muy lejos. Al poco tiempo llegaron a una gran roca que
sobresalía en la senda. Detrás, en la ladera de la montaña, se abría un arco bajo.
Había espacio suficiente para que pasaran los poneys apretujados, una vez
que les quitaran las sillas. Debajo del arco era agradable oír el viento y la lluvia
fuera y no cayendo sobre ellos, y sentirse a salvo de los gigantes y sus rocas.
Pero el mago no quería correr riesgos. Encendió su vara —como aquel día en el
comedor de Bilbo que ahora parecía tan lejano, si lo recordáis— y con la luz
exploraron la cueva de extremo a extremo.
Parecía de buen tamaño, pero no era demasiado grande ni misteriosa. Tenía
el suelo seco y algunos rincones cómodos. En uno de ellos había lugar para los
poneys, y allí permanecieron las bestias, muy contentas del cambio, husmeando
y mascando en los morrales. Oin y Gloin querían encender una hoguera en la
entrada para secarse la ropa, pero Gandalf no quiso ni oírlo. Así que tendieron las
cosas húmedas en el suelo y sacaron otras secas; luego ahuecaron las mantas,