Page 104 - El Señor de los Anillos
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podían  saltarlo,  ni  tampoco  cruzarlo  sin  empaparse  las  ropas,  cubrirse  de
      arañazos y embarrarse de pies a cabeza. Se detuvieron buscando una solución.
        —¡Primer inconveniente! —dijo Pippin con una sonrisa torva. Sam Gamyi
      miró atrás. Entre un claro de los árboles alcanzó a ver la cima de la barranca
      verde por donde habían bajado.
        —¡Mire!  —dijo,  tomando  el  brazo  de  Frodo.  Todos  miraron  y  vieron  allá
      arriba, recortándose en la altura, contra el cielo, la silueta de un caballo. Junto a
      él  se  inclinaba  una  figura  negra.  Abandonaron  en  seguida  toda  idea  de  volver
      atrás. Guiados por Frodo se escondieron rápidamente entre los arbustos espesos
      que crecían a orillas del agua.
        —¡Cáspita! —le dijo Frodo a Pippin—. ¡Los dos teníamos razón! El atajo no
      es nada seguro, pero nos salvamos a tiempo. Tienes oídos finos, Sam, ¿oyes si
      viene algo?
        Se quedaron muy quietos, reteniendo el aliento mientras escuchaban; pero no
      se oía ningún ruido de persecución.
        —No creo que intente traer el caballo barranca abajo —dijo Sam—, pero
      quizá sepa que nosotros bajamos por ahí. Mejor es que sigamos.
        Seguir  no  era  nada  fácil;  tenían  que  cargar  los  fardos  y  los  arbustos  y  las
      zarzas no los dejaban avanzar. La loma de atrás cerraba el paso al viento y el aire
      estaba  quieto  y  pesado.  Cuando  llegaron  al  fin  a  un  lugar  más  descubierto,
      estaban  sofocados  de  calor,  cansados,  rasguñados  y  ya  no  muy  seguros  de  la
      dirección  que  seguían.  Las  márgenes  del  arroyo  se  hacían  más  bajas  en  la
      llanura, se separaban y eran menos profundas, desviándose hacia Marjala y el
      río.
        —¡Pero  éste  es  el  arroyo  Cepeda!  —dijo  Pippin—.  Si  queremos  retomar
      nuestro camino, tenemos que cruzarlo en seguida y doblar a la derecha.
        Vadearon el arroyo y salieron de prisa a un amplio espacio abierto, cubierto
      de  juncos  y  sin  árboles.  Poco  más  allá  había  otro  cinturón  de  árboles,  en  su
      mayoría robles altos y algunos olmos y fresnos. El suelo era bastante llano, con
      poca maleza, pero los árboles estaban demasiado juntos y no permitían ver muy
      lejos.  Unas  ráfagas  súbitas  hacían  volar  las  hojas  y  las  primeras  gotas
      comenzaron a caer del cielo plomizo. Luego el viento cesó y la lluvia torrencial
      se abatió sobre ellos. Caminaban ahora penosamente, tan a prisa como podían,
      sobre  matas  de  pasto,  atravesando  montones  espesos  de  hojas  muertas  y
      alrededor de ellos la lluvia crepitaba y empapaba el suelo. No hablaban, pero no
      dejaban de mirar atrás y a los costados.
        Media hora más tarde Pippin dijo:
        —Espero que no hayamos torcido demasiado hacia el sur y que no estemos
      cruzando el bosque de punta a punta. No es muy ancho, no más de una milla me
      parece, y ya tendríamos que estar del otro lado.
        —No serviría de nada que comenzáramos a zigzaguear —dijo Frodo—. No
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