Page 1073 - El Señor de los Anillos
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El Mayoral la miró. Eowyn estaba muy erguida, con los ojos brillantes en el
      rostro pálido, y el puño crispado cuando miraba a la ventana del este. El Mayoral
      suspiró y movió la cabeza. Al cabo de un silencio, Eowyn volvió a hablar.
        —¿No queda ya ninguna tarea que cumplir? —dijo—. ¿Quién manda en esta
      ciudad?
        —No  lo  sé  bien  —respondió  el  Mayoral—.  No  son  asuntos  de  mi
      incumbencia. Hay un mariscal que capitanea a los Jinetes de Rohan; y el Señor
      Húrin, por lo que me han dicho, está al mando de los hombres de Gondor. Pero el
      Señor Faramir es por derecho el Senescal de la Ciudad.
        —¿Dónde puedo encontrarlo?
        —En esta misma casa, señora. Fue gravemente herido, pero ahora ya está
      recobrándose. Sin embargo no sé…
        —¿No me conduciríais ante él? Entonces sabréis.
      El Señor Faramir se paseaba a solas por el jardín de las Casas de Curación, y el
      sol lo calentaba y sentía que la vida le corría de nuevo por las venas; pero le
      pesaba el corazón, y miraba a lo lejos, en dirección al este, por encima de los
      muros. Acercándose a él, el Mayoral lo llamó, y Faramir se volvió y vio a la
      Dama Eowyn de Rohan; y se sintió conmovido y apenado, porque advirtió que
      estaba herida, y que había en ella tristeza e inquietud.
        —Señor —dijo el Mayoral—. Esta es la Dama Eowyn de Rohan. Cabalgó
      junto con el rey y fue malherida, y ahora se encuentra bajo mi custodia. Pero no
      está contenta y desea hablar con el Senescal de la Ciudad.
        —No interpretéis mal estas palabras, señor —dijo Eowyn—. No me quejo
      porque no me atiendan. Ninguna casa podría brindar mejores cuidados a quienes
      buscan  la  curación.  Pero  no  puedo  continuar  así,  ociosa,  indolente,  enjaulada.
      Quise morir en la batalla. Pero no he muerto, y la batalla continúa.
        A una señal de Faramir, el Mayoral se retiró con una reverencia.
        —¿Qué querríais que hiciera, señora? —preguntó Faramir—. Yo también soy
      un prisionero en esta casa. —La miró, y como era hombre inclinado a la piedad
      sintió que la hermosura y la tristeza de Eowyn le traspasarían el corazón. Y ella
      lo miró, y vio en los ojos de él una grave ternura, y supo sin embargo, porque
      había crecido entre hombres de guerra, que se encontraba ante un guerrero a
      quien ninguno de los Jinetes de la Marca podría igualar en la batalla.
        —¿Qué deseáis? —le repitió Faramir—. Si está en mis manos, lo haré.
        —Quisiera que le ordenaseis a este Mayoral que me deje partir —respondió
      Eowyn; y si bien las palabras eran todavía arrogantes, el corazón le vaciló, y por
      primera vez dudó de sí misma. Temió que aquel hombre alto, a la vez severo y
      bondadoso,  pudiese  juzgarla  caprichosa,  como  un  niño  que  no  tiene  bastante
      entereza para llevar a cabo una tarea aburrida.
        —Yo mismo dependo del Mayoral —dijo Faramir—. Y todavía no he tomado
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