Page 1123 - El Señor de los Anillos
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—. Pero no olvide que está bajo arresto.
        —No  lo  olvidaré  —dijo  Frodo—.  Jamás.  Pero  quizá  pueda  perdonarlo.  Y
      ahora, porque no pienso ir más lejos por hoy, si tiene la amabilidad de escoltarme
      hasta El Leño Flotante, le quedaré muy agradecido.
        —No puedo hacerlo, señor Bolsón. La posada está clausurada. Hay una casa
      de Oficiales de la Comarca en el otro extremo de la aldea. Los llevaré allí.
        —Está  bien  —dijo  Frodo—.  Vayan  ustedes  delante,  y  nosotros  los
      seguiremos.
      Sam había estado observando a todos los oficiales, y descubrió a un conocido.
        —¡Eh, ven aquí, Robin Madriguera! —llamó—. Quiero hablarte un momento.
        Tras una mirada tímida al jefe, que aunque parecía enfurecido no se atrevió
      a intervenir, el oficial Madriguera se separó de la fila y se acercó a Sam, que se
      había apeado del poney.
        —¡Escúchame,  botarate!  —dijo  Sam—.  Tú,  que  eres  de  Hobbiton,  bien
      podrías tener un poco más de sentido común. ¿Qué es eso de venir a detener al
      señor  Frodo  y  todo  lo  demás?  ¿Y  qué  historia  es  ésa  de  que  la  posada  está
      clausurada?
        —Están todas clausuradas —dijo Robin—. El Jefe no tolera la cerveza. O por
      lo menos así empezó la cosa. Pero los Hombres del Jefe se la guardan para ellos.
      Y tampoco tolera que la gente ande de aquí para allá; de modo que si eso se
      proponen, tendrán que ir a la Casa de los Oficiales y explicar los motivos.
        —Tendría que darte vergüenza andar mezclado en tamaña estupidez —dijo
      Sam—. En otros tiempos una taberna te gustaba más por dentro que por fuera.
      Siempre andabas metiendo en ellas las narices, en las horas de servicio o en las
      de licencia.
        —Y aún lo haría, Sam, si pudiera. Pero no seas duro conmigo. ¿Qué puedo
      hacer? Tú sabes por qué me metí de Oficial de la Comarca hace siete años, antes
      que empezara todo esto. Me daba la oportunidad de recorrer el país, y de ver
      gente,  y  de  enterarme  de  las  novedades,  y  de  saber  dónde  tiraban  la  mejor
      cerveza. Pero ahora es diferente.
        —Pero  igual  puedes  renunciar,  abandonar  el  puesto,  si  ya  no  es  más  un
      trabajo respetable —dijo Sam.
        —No está permitido —dijo Robin.
        —Si oigo decir varias veces más no está permitido —dijo Sam—, estallaré de
      furia.
        —No lamentaría verlo, te lo aseguro —dijo Robin bajando la voz—. Si todos
      juntos  estalláramos  de  furia  alguna  vez,  algo  se  podría  hacer.  Pero  son  esos
      hombres,  Sam,  los  Hombres  del  Jefe.  Están  en  todas  partes,  y  si  alguno  de
      nosotros,  la  gente  pequeña,  trata  de  reclamar  sus  derechos,  se  lo  llevan  a  las
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