Page 139 - El Señor de los Anillos
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En casa de Tom Bombadil
L os cuatro hobbits franquearon el ancho umbral de piedra y se detuvieron,
parpadeando. La habitación era larga y baja, iluminada por unas lámparas que
colgaban de las vigas del cielo raso y en la mesa de madera oscura y pulida
había muchas velas altas y amarillas, de llama brillante.
En el extremo opuesto de la habitación, mirando a la puerta de entrada,
estaba sentada una mujer. Los cabellos rubios le caían en largas ondas sobre los
hombros; llevaba una túnica verde, verde como las cañas jóvenes, salpicada con
cuentas de plata como gotas de rocío y el cinturón era de oro, labrado como una
cadena de azucenas y adornado con ojos de nomeolvides, azules y claros. A sus
pies, en vasijas de cerámica verde y castaña, flotaban unos lirios de agua, de
modo que la mujer parecía entronizada en medio de un estanque.
—¡Adelante, mis buenos invitados! —dijo y los hobbits supieron que era
aquella voz clara la que habían oído en el camino. Se adelantaron tímidamente
unos pasos, haciendo reverencias, sintiéndose de algún modo sorprendidos y
torpes, como gentes que habiendo golpeado una puerta para pedir un poco de
agua, se encuentran de pronto ante una reina élfica, joven y hermosa, vestida
con flores frescas. Pero antes de que pudieran pronunciar una palabra, la joven
saltó ágilmente por encima de las fuentes de lirios y corrió riendo hacia ellos; y
mientras corría la túnica verde susurraba como el viento en las riberas floridas de
un río.
—¡Venid, queridos amigos! —dijo ella tomando a Frodo por la mano—. ¡Reíd
y alegraos! Soy Baya de Oro, Hija del Río. —En seguida pasó rápidamente ante
ellos y habiendo cerrado la puerta se volvió otra vez, extendiendo los brazos
blancos—. ¡Cerremos las puertas a la noche! —dijo—. Quizá todavía tenéis
miedo de la niebla, la sombra de los árboles, el agua profunda, las criaturas del
bosque. ¡No temáis! Pues esta noche estáis bajo techo en casa de Tom Bombadil.
Los hobbits la miraron asombrados y ella los observó a su vez, uno a uno,
sonriendo.
—¡Hermosa dama Baya de Oro! —dijo Frodo al fin, sintiendo en el corazón
una alegría que no alcanzaba a entender. Estaba allí, inmóvil, como había estado
otras veces escuchando las hermosas voces de los elfos, pero ahora el
encantamiento era diferente, menos punzante y menos sublime, pero más
profundo y más próximo al corazón humano; maravilloso, pero no ajeno—.
¡Hermosa dama Baya de Oro! —repitió—. Ahora me explico la alegría de esas
canciones que oímos.
¡Oh delgada como vara de sauce! ¡Oh más clara que el agua clara!
¡Oh junco a orillas del estanque! ¡Hermosa Hija del Río!
¡Oh tiempo de primavera y tiempo de verano, y otra vez primavera!