Page 141 - El Señor de los Anillos
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lavaréis las caras cansadas. Fuera esos abrigos embarcados. Peinad esas melenas
      enmarañadas.
        Abrió la puerta y los hobbits lo siguieron por un corto pasadizo que doblaba a
      la derecha. Llegaron así a una habitación baja, de techo inclinado (un cobertizo,
      parecía, añadido al ala norte de la casa). Los muros eran de piedra, cubiertos en
      su mayor parte con esteras verdes y cortinas amarillas. El suelo era de losa, y
      encima habían puesto unos juncos verdes. A un lado, tendidos en el piso, había
      cuatro gruesos colchones recubiertos con mantas blancas. Contra el muro opuesto
      un banco largo sostenía unas cubetas de carro, y al lado se alineaban unas vasijas
      oscuras llenas de agua; algunas con agua fría y otras con agua caliente. Unas
      chinelas verdes esperaban junto a cada cama.
      Al cabo de un rato, lavados y refrescados, los hobbits se sentaron a la mesa, dos a
      cada lado y en los extremos Baya de Oro y el Señor. Fue una comida larga y
      alegre.  No  faltó  nada,  aunque  los  hobbits  comieron  como  sólo  pueden  comer
      unos  hobbits  famélicos.  La  bebida  que  en  los  tazones  parecía  ser  simple  agua
      fresca,  se  les  subió  a  los  corazones  como  vino  y  les  desató  las  lenguas.  Los
      invitados advirtieron de pronto que estaban cantando alegremente, como si eso
      fuera más fácil y natural que hablar. Luego, Tom y Baya de Oro se levantaron y
      limpiaron rápidamente la mesa. Les ordenaron a los huéspedes que se quedaran
      quietos  y  los  sentaron  en  sillas,  los  pies  apoyados  en  un  escabel.  Un  fuego
      llameaba ante ellos en la vasta chimenea, con un olor dulce, como madera de
      manzano.  Cuando  todo  estuvo  en  orden,  apagaron  las  luces  de  la  habitación
      excepto una lámpara y un par de velas en los extremos de la chimenea. Baya de
      Oro se les acercó entonces con una vela en la mano y les deseó a cada uno una
      buena noche y un sueño profundo.
        —Tened paz ahora —dijo—, ¡hasta la mañana! No prestéis atención a ningún
      ruido  nocturno.  Pues  nada  entra  aquí  por  puertas  y  ventanas  salvo  el  claro  de
      luna, la luz de las estrellas y el viento que viene de las cumbres. ¡Buenas noches!
        Baya de Oro dejó la habitación con un centelleo y un susurro y sus pasos se
      alejaron como un arroyo que desciende dulcemente de una colina sobre piedras
      frescas en la quietud de la noche. Tom se sentó en silencio mientras los hobbits
      titubeaban pensando en las preguntas que no se habían animado a hacer durante
      la cena. El sueño les pesaba en los párpados. Al fin Frodo habló:
        —¿Oísteis mi llamada, Señor, o llegasteis a nosotros sólo por casualidad?
        Tom se movió como un hombre al que sacan de un sueño agradable. ¿Eh?
      ¿Qué? —dijo—. ¿Si oí tu llamada? No, no oí nada, estaba ocupado cantando. Fue
      la casualidad lo que me llevó allí, si quieres llamarlo casualidad. No estaba en
      mis  planes,  aunque  os  estaba  esperando.  Habíamos  oído  hablar  de  vosotros  y
      sabíamos que andabais por el bosque, y que no tardaríais en llegar a orillas del
      río. Todos los senderos vienen hacia aquí, hacia el Tornasauce. El viejo Hombre-
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