Page 217 - El Señor de los Anillos
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—No, señor. No vi nada, pero no me detuve a mirar.
        —Yo vi algo —dijo Merry—, o así me pareció. Lejos hacia el oeste donde la
      luz de la luna caía en los llanos, más allá de las sombras de los picos, creí ver dos
      o tres sombras negras. Parecían moverse hacia aquí.
        —¡Acercaos todos al fuego, con las caras hacia afuera! —gritó Trancos—.
      ¡Tened listos los palos más largos!
        Durante un tiempo en que apenas se atrevían a respirar estuvieron allí, alertas
      y en silencio, de espaldas a la hoguera, mirando las sombras que los rodeaban.
      Nada ocurrió. No había ningún ruido ni ningún movimiento en la noche. Frodo
      cambió de posición; tenía que romper el silencio y gritar.
        —¡Calla! —murmuró Trancos.
        —¿Qué es eso? —jadeó Pippin al mismo tiempo.
        Sobre el borde de la pequeña cañada, del lado opuesto a la colina, sintieron,
      más  que  vieron,  que  se  alzaba  una  sombra,  una  sombra  o  más.  Miraron  con
      atención y les pareció que las sombras crecían. Pronto no hubo ninguna duda:
      tres o cuatro figuras altas estaban allí, de pie en la pendiente, mirándolos. Tan
      negras  eran  que  parecían  agujeros  negros  en  la  sombra  oscura  que  los
      circundaba. Frodo creyó oír un débil siseo, como un aliento venenoso, y sintió
      que se le helaban los huesos. En seguida las sombras avanzaron lentamente.
        El terror dominó a Pippin y a Merry que se arrojaron de cara al suelo. Sam
      se encogió junto a Frodo. Frodo estaba apenas menos aterrorizado que los demás;
      temblaba de pies a cabeza, como atacado por un frío intenso, pero la repentina
      tentación  de  ponerse  en  seguida  el  Anillo  se  sobrepuso  a  todo  y  ya  no  pudo
      pensar en otra cosa. No había olvidado las Quebradas, ni el aviso de Gandalf,
      pero algo parecía impulsarlo a desoír todas las advertencias y dejarse llevar. No
      con la esperanza de huir, o de obtener algo, malo o bueno. Sentía simplemente
      que tenía que sacar el anillo y ponérselo en el dedo. No podía hablar. Sabía que
      Sam lo miraba, como dándose cuenta de que su amo pasaba en ese momento por
      una prueba muy dura, pero no era capaz de volverse hacia él. Cerró los ojos y
      luchó un rato y al fin la resistencia se hizo insoportable y tiró lentamente de la
      cadena y se deslizó el Anillo en el índice de la mano izquierda.
        Inmediatamente,  aunque  todo  lo  demás  continuó  como  antes,  indistinto  y
      sombrío, las sombras se hicieron terriblemente nítidas. Podía verlas ahora bajo
      las  negras  envolturas.  Eran  cinco  figuras  altas:  dos  de  pie  al  borde  de  la
      concavidad, tres avanzando. En las caras blancas ardían unos ojos penetrantes y
      despiadados; bajo los mantos llevaban unas vestiduras largas y grises; yelmos de
      plata cubrían las cabelleras canosas y las manos macilentas sostenían espadas de
      acero. Los ojos cayeron sobre Frodo y lo traspasaron, las figuras se precipitaron
      hacia él. Desesperado, Frodo sacó la espada y le pareció que emitía una luz roja
      y  vacilante,  como  un  tizón  encendido.  Dos  de  las  figuras  se  detuvieron.  La
      tercera era más alta que las otras; tenía una cabellera brillante y larga y sobre el
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