Page 403 - El Señor de los Anillos
P. 403
que reconoció en seguida: el Mar. La oscuridad cayó. El mar se encrespó y se
alborotó en una tormenta. Luego vio contra el sol, que se hundía rojo como
sangre en jirones de nubes, la silueta negra de un alto navío de velas desgarradas
que venía del oeste. Luego un río ancho que cruzaba una ciudad populosa. Luego
una fortaleza blanca con siete torres. Y luego otra vez la nave de velas negras,
pero ahora era de mañana y el agua reflejaba la luz, y una bandera con el
emblema de una torre blanca brillaba al sol. Se alzó un humo como de fuego y
batalla y el sol descendió de nuevo envuelto en llamas rojas y se desvaneció en
una bruma gris; y un barco pequeño se perdió en la bruma con luces
temblorosas. Desapareció y Frodo suspiró y se dispuso a retirarse.
Pero de pronto el espejo se oscureció del todo, como si se hubiera abierto un
agujero en el mundo visible, y Frodo se quedó mirando el vacío. En ese abismo
negro apareció un Ojo, que creció lentamente, hasta que al fin llenó casi todo el
espejo. Tan terrible era que Frodo se quedó como clavado al suelo, incapaz de
gritar o de apartar la mirada. El Ojo estaba rodeado de fuego, pero él mismo era
vidrioso, amarillo como el ojo de un gato, vigilante y fijo, y la hendidura negra
de la pupila se abría sobre un pozo, una ventana a la nada.
Luego el Ojo comenzó a moverse, buscando aquí y allá y Frodo supo con
seguridad y horror que él, Frodo, era un de esas muchas cosas que el Ojo
buscaba. Pero supo también que el Ojo no podía verlo, no todavía, a menos que
él mismo así lo desease. El Anillo que le colgaba del cuello se hizo pesado, más
pesado que una gran piedra y lo obligó a inclinar la cabeza sobre el pecho.
Pareció que el espejo se calentaba y unas volutas de vapor flotaron sobre el
agua. Frodo se deslizó hacia adelante.
—¡No toques el agua! —le dijo dulcemente la Dama Galadriel.
La visión desapareció y Frodo se encontró mirando las frías estrellas que
titilaban en el pilón. Dio un paso atrás temblando de pies a cabeza y miró a la
Dama.
—Sé lo que viste al final —dijo ella— pues está también en mi mente. ¡No
temas! Pero no pienses que el país de Lothlórien resiste y se defiende del
enemigo sólo con cantos en los árboles, o con las débiles flechas de los arcos
élficos. Te digo, Frodo, que aún mientras te hablo, veo al Señor Oscuro y sé lo
que piensa, o al menos lo que piensa en relación con los elfos. Y él está siempre
tanteando, queriendo verme y conocer mis propios pensamientos. ¡Pero la puerta
está siempre cerrada!
La Dama levantó los brazos blancos y extendió las manos hacia el este en un
ademán de rechazo y negativa. Eärendil, la Estrella de la Tarde, la más amada
de los elfos, brillaba clara allá en lo alto. Tan brillante era que la figura de la
Dama echaba una sombra débil en la hierba. Los rayos se reflejaban en un anillo
que ella tenía en el dedo y allí resplandecía como oro pulido recubierto de una luz
de plata, y una piedra blanca relucía en él como si la Estrella de la Tarde hubiera