Page 508 - El Señor de los Anillos
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cornisa, casi al pie del viejo tronco; subieron entonces de un salto y se volvieron
      dando la espalda a la colina, respirando profundamente y mirando hacia el este.
      Vieron  entonces  que  se  habían  internado  en  el  bosque  sólo  unas  tres  o  cuatro
      millas: las copas de los árboles descendían por la pendiente hacia la llanura. Allí,
      cerca de las márgenes del bosque, unas altas volutas de humo negro se alzaban
      en espiral y venían flotando y ondulando hacia ellos.
        —El viento está cambiando —dijo Merry—. Sopla otra vez del este. Hace
      fresco aquí.
        —Sí —dijo Pippin—. Temo que sólo sean unos rayos pasajeros y que pronto
      todo sea gris otra vez. ¡Qué lástima! Este viejo bosque hirsuto parecía tan distinto
      a la luz del sol. Casi me gustaba el lugar.
        —¡Casi te gustaba el bosque! ¡Muy bien! Una amabilidad nada común —dijo
      una voz desconocida—. Daos vuelta que quiero veros las caras. Yo casi sentí que
      no me gustabais, pero no nos apresuremos. ¡Volveos! —Unas manos grandes y
      nudosas se posaron en los hombros de los hobbits y los obligaron a darse vuelta,
      gentilmente pero con una fuerza irresistible; dos grandes brazos los alzaron en el
      aire.
        Se encontraron entonces mirando una cara de veras extraordinaria. La figura
      era la de un hombre corpulento, casi de troll, de por lo menos catorce pies de
      altura, muy robusto, cabeza grande, encajada entre los hombros. Era difícil saber
      si estaba vestido con una materia que parecía una corteza gris y verde, o si esto
      era la piel. En todo caso los brazos, a una cierta distancia del tronco, no tenían
      arrugas y estaban recubiertos de una piel parda y lisa. Los grandes pies tenían
      siete dedos cada uno. De la parte inferior de la larga cara colgaba una barba gris,
      abundante, casi ramosa en las raíces, delgada y mohosa en las puntas. Pero en
      ese  momento  los  hobbits  no  miraron  otra  cosa  que  los  ojos.  Aquellos  ojos
      profundos los examinaban ahora, lentos y solemnes, pero muy penetrantes. Eran
      de color castaño, atravesados por una luz verde. Más tarde, Pippin trató a menudo
      de describir la impresión que le causaron aquellos ojos.
        —Uno hubiera dicho que había un pozo enorme detrás de los ojos, colmado
      de  siglos  de  recuerdos  y  con  una  larga,  lenta  y  sólida  reflexión;  pero  en  la
      superficie  centelleaba  el  presente:  como  el  sol  que  centellea  en  las  hojas
      exteriores  de  un  árbol  enorme,  o  sobre  las  ondulaciones  de  un  lago  muy
      profundo. No lo sé, pero parecía algo que crecía de la tierra, o que quizá dormía
      y era a la vez raíz y hojas, tierra y cielo, y que hubiera despertado de pronto y te
      examinase con la misma lenta atención que había dedicado a sus propios asuntos
      interiores durante años interminables.
        —Hrum, hum —murmuró la voz, profunda como un instrumento de madera
      de voz muy grave—. ¡Muy curioso en verdad! No te apresures, esa es mi divisa.
      Pero  si  os  hubiera  visto  antes  de  oír  vuestras  voces  (me  gustaron,  hermosas
      vocecitas que me recuerdan algo que no puedo precisar), si os hubiera visto antes
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