Page 663 - El Señor de los Anillos
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                      Smeagol domado
      Ybien, mi amo, no hay duda de que estamos metidos en un brete —dijo Sam
      Gamyi. De pie junto a Frodo, desanimado, la cabeza hundida entre los hombros,
      Sam entornaba los ojos escudriñando la oscuridad.
        Hacía tres noches que se habían separado de la Compañía, o por lo menos eso
      creían  ellos:  casi  habían  perdido  la  cuenta  de  las  horas  mientras  escalaban
      afanosamente  las  pendientes  áridas  y  pedregosas  de  Emyn  Muil,  a  menudo
      obligados  a  volver  sobre  sus  pasos,  pues  no  encontraban  una  salida,  o
      descubriendo  que  habían  estado  dando  vueltas  en  un  círculo  que  los  llevaba
      siempre a un mismo punto. No obstante, a pesar de todas las idas y venidas, no
      habían dejado de avanzar hacia el este, procurando en lo posible no alejarse del
      borde  exterior  de  aquel  grupo  de  colinas,  intrincado  y  extraño.  Pero  siempre
      tropezaban con los flancos de las montañas, altas e infranqueables, que miraban
      ceñudamente a la llanura; y más allá de las faldas pedregosas se extendían unas
      ciénagas  lívidas  y  putrefactas,  donde  nada  se  movía  y  ni  siquiera  se  veía  un
      pájaro.
      Los hobbits se encontraban ahora en la orilla de un alto acantilado, desolado y
      desnudo, envuelto a los pies en una espesa niebla; a espaldas de ellos se erguían
      las cadenas de montañas coronadas de nubes fugitivas. Un viento glacial soplaba
      desde el este. Ante ellos la noche se cerraba sobre un paisaje informe; el verde
      malsano se transformaba en un pardo sombrío. Lejos, a la derecha, el Anduin,
      que  durante  el  día  había  centelleado  de  tanto  en  tanto,  cada  vez  que  el  sol
      aparecía entre las nubes, estaba ahora oculto en las sombras. Pero los ojos de los
      hobbits  no  miraban  más  allá  del  río,  no  se  volvían  hacia  Gondor,  hacia  sus
      amigos, hacia la tierra de los hombres. Escudriñaban la orilla de sombras del sur
      y el este por donde la noche avanzaba, allí donde se insinuaba una línea oscura,
      como  montañas  distantes  de  humo  inmóvil.  De  vez  en  cuando  un  diminuto
      resplandor rojo titilaba allá lejos en los confines del cielo y la tierra.
        —¡Qué brete! —dijo Sam—. Entre todos los lugares de que nos han hablado,
      aquel es el único que no desearíamos ver de cerca; ¡y justamente a él estamos
      tratando de llegar! Y por lo que veo, no hay modo de llegar. Tengo la impresión
      de  que  hemos  errado  el  camino  de  medio  a  medio.  Posibilidad  de  bajar,  no
      tenemos ninguna; y si la tuviésemos descubriríamos, se lo aseguro, que toda esa
      tierra verde no es otra cosa que un pantano inmundo. ¡Puaj! ¿Huele usted? —
      Husmeó el viento.
        —Sí,  huelo  —dijo  Frodo,  pero  no  se  movió,  ni  apartó  los  ojos  de  la  línea
      oscura  y  de  la  llama  trémula—.  ¡Mordor!  —murmuró—.  ¡Si  he  de  ir  allí,
      quisiera llegar cuanto antes y terminar de una vez! —Se estremeció. Soplaba un
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