Page 666 - El Señor de los Anillos
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llegaban hasta casi el borde mismo del acantilado. El fondo de la garganta, que
      corría a lo largo de una falla de la roca, estaba cubierto de pedruscos y descendía
      en  una  larga  pendiente  escabrosa  y  torcida.  Cuando  llegaron  por  fin  al  otro
      extremo, Frodo se detuvo y se asomó.
        —¡Mira! —dijo—. O hemos descendido mucho, o el acantilado ha perdido
      altura. Ahora está mucho más abajo, y hasta parece fácil de escalar.
        Sam se arrodilló al lado de Frodo y asomó con desgana la cabeza. Luego alzó
      los ojos y observó el acantilado que se levantaba a la izquierda cada vez más alto.
        —¡Más fácil! —gruñó—. Bueno, quizás es más fácil bajar que subir. ¡Quien
      no sepa volar, que salte!
        —Sería  un  buen  salto  de  todos  modos  —dijo  Frodo—.  Alrededor  de…  un
      momento —se irguió midiendo la distancia con la vista— …alrededor de unas
      dieciocho brazas, me parece. No más.
        —¡Y ya es bastante! —dijo Sam—. ¡Brrr! ¡No me gusta nada mirar para
      abajo desde una altura! Pero mirar es siempre mejor que bajar.
        —En  todo  caso  —dijo  Frodo—  creo  que  por  aquí  podríamos  descender;  y
      tendremos que intentarlo. Mira… la roca no es lisa como unas millas atrás. Se ha
      deslizado y hay muchas grietas.
        En efecto, la cara externa no era vertical, sino ligeramente oblicua. Parecía
      más  bien  un  rompeolas,  o  un  murallón  que  se  había  desplazado  sobre  sus
      cimientos,  ahora  retorcido  y  resquebrajado,  con  fisuras  y  largos  rebordes
      sesgados que por momentos eran anchos como escalones.
        —Y  si  vamos  a  intentar  el  descenso,  más  vale  que  lo  intentemos  ahora
      mismo. Está oscureciendo temprano. Creo que se avecina una tormenta.
        En  el  oeste,  los  contornos  ya  borrosos  de  las  montañas  se  diluían  en  una
      oscuridad más profunda que ya comenzaba a extender unos brazos largos hacia
      el oeste. Sopló una brisa que trajo de lejos el murmullo del trueno. Frodo husmeó
      el aire y observó el cielo con una expresión de incertidumbre. Se ajustó la capa
      con el cinturón y se acomodó sobre el hombro el ligero equipaje; luego avanzó
      hacia el borde de la cresta.
        —Lo intentaré —dijo.
        —¡De acuerdo! —dijo Sam con aire sombrío—. Pero yo iré primero.
        —¿Tú? —exclamó Frodo—. ¿Cómo has cambiado de idea?
        —No  he  cambiado  de  idea.  Es  simple  sentido  común;  poner  más  abajo  a
      quien es probable que resbale. No quiero caerme encima de usted y derribarlo:
      no tiene sentido que mueran dos en una sola caída.
        Antes de que Frodo pudiese detenerlo, Sam se sentó, con las piernas colgando
      sobre el borde, y dio media vuelta, buscando a tientas con los dedos de los pies un
      apoyo  en  la  roca.  Nunca  había  mostrado  tanto  coraje  a  sangre  fría,  ni  tanta
      imprudencia.
        —¡No, no! ¡Sam, viejo asno! —dijo Frodo—. Te vas a matar bajando así sin
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