Page 670 - El Señor de los Anillos
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sol. Pero aquí, sobre el desierto y sobre las ciénagas hediondas, el cielo de la
noche se abrió una vez más, y unas estrellas titilaron como pequeños agujeros
blancos en el palio que cubría la luna creciente.
—¡Qué felicidad volver a ver! —exclamó Frodo, respirando profundamente
—. ¿Sabes que durante un rato creí que había perdido la vista? A causa de los
rayos o de algo más terrible tal vez. No veía nada, absolutamente nada hasta que
apareció la cuerda gris. Me pareció que centelleaba.
—Es cierto, parece de plata en la oscuridad —dijo Sam—. Es raro, no lo
había notado antes, aunque no recuerdo haberla mirado desde que la puse en el
paquete. Pero si está tan decidido a bajar, señor Frodo, ¿cómo piensa utilizarla?
Treinta varas, unas dieciocho brazas, digamos: más o menos la altura que usted
supuso.
Frodo reflexionó un momento.
—¡Amárrala a ese tocón, Sam! —dijo—. Creo que esta vez tendrás la
satisfacción de ir primero. Yo te bajaré por la cuerda, y sólo tendrás que usar los
pies y las manos para no chocar contra la roca. De todos modos, si puedes
apoyarte en la cornisa y me das un respiro, tanto mejor. Cuando hayas llegado
abajo, yo te seguiré. Me siento muy bien ahora.
—De acuerdo —dijo Sam sin mucho entusiasmo—. Si tiene que ser ¡que sea
en seguida!
Tomó la cuerda y la ató al tocón más próximo a la orilla; luego se aseguró el
otro extremo a la cintura. Se volvió a regañadientes y se preparó para dejarse
caer por segunda vez.
Sin embargo, el descenso resultó mucho menos difícil de lo que había
esperado. La cuerda parecía darle confianza, aunque más de una vez, al mirar
hacia abajo tuvo que cerrar los ojos. A cierta altura, en un tramo donde no había
cornisa y la pared del acantilado se inclinaba hacia adentro, pasó un mal rato:
resbaló y quedó suspendido en el aire. Pero Frodo sujetaba la cuerda con mano
firme y la iba soltando poco apoco, y al fin el descenso concluyó. Lo que más
había temido el hobbit era que la cuerda se acabase demasiado pronto, pero
Frodo tenía aún un buen trozo entre las manos cuando Sam le gritó:
—¡Ya estoy abajo! —La voz llegaba nítida desde el fondo del abismo, pero
Frodo no distinguía a Sam: la capa gris de elfo se confundía con la penumbra del
crepúsculo.
Frodo tardó un poco más en seguir a Sam. Se había asegurado la cuerda a la
cintura y la había recogido manteniéndola siempre tensa; quería evitar en lo
posible el riesgo de una caída; no tenía la fe ciega de Sam en aquella delgada
cuerda gris. Sin embargo en dos sitios tuvo que confiar enteramente en ella: dos
superficies tan lisas que ni sus vigorosos dedos de hobbit encontraron apoyo, y la
distancia entre una cornisa y otra era demasiado grande. Pero al fin también él
llegó abajo.