Page 672 - El Señor de los Anillos
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¡Qué hermosas están las estrellas y la Luna!
        —Regocijan el corazón ¿verdad? —dijo Sam mirando el cielo—. Son élficas,
      de alguna manera. Y la Luna está en creciente. Con este tiempo nuboso, hacía un
      par de noches que no la veíamos; ya da mucha luz.
        —Sí —dijo Frodo— pero hasta dentro de unos días no habrá luna llena. No
      me parece prudente que nos internemos en las ciénagas a la luz de una media
      luna.
      Al amparo de las primeras sombras de la noche iniciaron una nueva etapa del
      viaje.  Al  cabo  de  un  rato  Sam  volvió  la  cabeza  y  escudriñó  el  camino  que
      acababan de recorrer. La boca de la garganta era como una fisura en la pared
      rocosa.
        —Me  alegro  de  haber  recuperado  la  cuerda  —dijo—.  En  todo  caso  ese
      malandrín se encontrará con un pequeño enigma difícil de resolver. ¡Que intente
      bajar por las cornisas con esos inmundos pies planos!
        Avanzaron con precaución alejándose del pie del acantilado, a través de un
      desierto de guijarros y piedras ásperas, húmedas y resbaladizas por la lluvia. El
      terreno aún descendía abruptamente. Habían recorrido un corto trecho cuando se
      encontraron de pronto ante una fisura negra que les interceptaba el camino. No
      era demasiado ancha, pero sí lo suficiente para que no se atrevieran a saltar en la
      penumbra. Creyeron oír un gorgoteo de agua en el fondo. A la izquierda la fisura
      se curvaba hacia el norte, hacia las colinas, cerrándoles así el paso, por lo menos
      mientras durase la oscuridad.
        —Será mejor que busquemos una salida por el sur a lo largo del acantilado —
      dijo Sam—. Tal vez encontremos un recoveco, o una caverna, o algo así.
        —Creo que tienes razón —dijo Frodo—. Estoy cansado y no me siento con
      fuerzas  para  seguir  arrastrándome  entre  las  piedras  esta  noche…  aunque  odio
      retrasarme todavía más. Ojalá tuviésemos por delante una senda clara: en ese
      caso seguiría hasta que ya no me dieran las piernas.
      Avanzar a lo largo de las faldas escabrosas de Emyn Muil no fue más fácil para
      los  hobbits.  Ni  Sam  encontró  un  rincón  o  un  hueco  en  que  cobijarse:  sólo
      pendientes desnudas y pedregosas bajo la mirada amenazante del acantilado, que
      ahora volvía a elevarse, más alto y vertical. Por fin, extenuados, se dejaron caer
      en  el  suelo  al  abrigo  de  un  peñasco,  no  lejos  del  pie  del  acantilado.  Allí  se
      quedaron algún tiempo, taciturnos, acurrucados uno contra otro en la noche fría e
      inclemente, luchando contra el sueño que los iba venciendo. La luna subía ahora
      alta y clara. El débil resplandor blanco iluminaba las caras de las rocas y bañaba
      las  paredes  frías  y  amenazadoras  del  acantilado,  transformando  la  vasta  e
      inquietante oscuridad en un gris pálido y glacial estriado de sombras negras.
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