Page 667 - El Señor de los Anillos
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mirar siquiera dónde pondrás el pie. ¡Vuelve! —Tomó a Sam por las axilas y lo
      alzó en vilo—. ¡Ahora espera un momento y ten paciencia! —dijo. Se echó al
      suelo y se asomó al precipicio; la luz desaparecía ya rápidamente, aunque el sol
      aún no se había ocultado—. Creo que podremos hacerlo —dijo—. Yo al menos; y
      también tú, si no pierdes la cabeza y me sigues con cautela.
        —No sé cómo puede estar tan seguro —dijo Sam—. No se alcanza a ver el
      fondo con esta luz. ¿Y si cae en un lugar donde no haya nada en que apoyar los
      pies o las manos?
        —Volveré a subir, supongo —dijo Frodo.
        —Es fácil decirlo —objetó Sam—. Mejor espere hasta mañana, cuando haya
      más luz.
        —¡No! No si puedo evitarlo —dijo Frodo con una vehemencia repentina y
      extraña—.  Cada  hora  que  pasa,  cada  minuto,  me  parece  insoportable.  Lo
      intentaré ahora. ¡No me sigas hasta que vuelva o te llame!
        Aferrándose con los dedos al borde del precipicio se dejó caer lentamente y
      cuando ya tenía los brazos estirados, los pies encontraron una cornisa.
        —¡Un  primer  paso!  —dijo—.  Y  esta  cornisa  se  ensancha  a  la  derecha.
      Podría  mantenerme  en  pie  sin  sujetarme  con  las  manos.  Iré…  —la  frase  fue
      bruscamente interrumpida.
      La oscuridad que avanzaba veloz y se extendía rápidamente, se precipitó desde el
      este devorando el cielo. El estampido seco y fragoroso de un trueno resonó en lo
      alto.  Los  relámpagos  restallaron  entre  las  colinas.  Luego  sopló  una  ráfaga
      huracanada, y simultáneamente, mezclado con el rugido del viento, se oyó un
      grito agudo y penetrante. Los hobbits habían escuchado el mismo grito allá lejos
      en  el  Marjal  cuando  huían  de  Hobbiton,  y  ya  entonces,  en  los  bosques  de  la
      Comarca, les había helado la sangre. Aquí, en el desierto, el terror que inspiraba
      era  mucho  mayor:  unos  cuchillos  helados  de  horror  y  desesperación  los
      atravesaban  paralizándoles  el  corazón  y  el  aliento.  Sam  se  echó  al  suelo  de
      bruces.  Involuntariamente,  Frodo  soltó  las  manos  del  borde  para  cubrirse  la
      cabeza y las orejas. Vaciló, resbaló y con un grito desgarrador desapareció en el
      abismo. Sam lo oyó y se arrastró hasta el borde.
        —¡Amo!  ¡Amo!  —gritó—.  ¡Amo!  —Ninguna  respuesta  le  llegó  del
      precipicio. Descubrió que estaba temblando de pies a cabeza, pero tomó aliento y
      volvió a gritar—: ¡Amo!
        Le pareció que el viento le devolvía la voz a la garganta; pero mientras el aire
      pasaba, rugiendo, a través de la hondonada y se alejaba sobre las colinas, llevó a
      oídos de Sam un apagado grito de respuesta.
        —¡Todo bien! ¡Todo bien! Estoy aquí. Pero no se ve nada.
        Frodo  gritaba  con  voz  débil.  En  realidad,  no  estaba  muy  lejos.  Había
      resbalado pero no había caído, yendo a parar, de pie, a una cornisa más ancha
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