Page 702 - El Señor de los Anillos
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La Puerta Negra está cerrada
A ntes que despuntara el sol del nuevo día habían llegado al término del viaje a
Mordor. Las ciénagas y el desierto habían quedado atrás. Ante ellos, sombrías
contra un cielo pálido, las grandes montañas erguían las cabezas amenazadoras.
Mordor estaba flanqueada al oeste por la cordillera espectral de Ephel Dúath,
las Montañas de las Sombras, y al norte por los picos anfractuosos y las crestas
desnudas de Ered Lithui, de color gris ceniza. Pero al aproximarse las unas a las
otras, estas cadenas de montañas que eran en realidad sólo parte de una muralla
inmensa que encerraba las llanuras lúgubres de Lithlad y Gorgoroth, y en el
centro mismo el cruel mar interior de Nûrnen, tendían largos brazos hacia el
norte; y entre esos brazos corría una garganta profunda. Era Cirith Gorgor, el
Paso de los Espectros, la entrada al territorio del enemigo. La flanqueaban unos
altos acantilados, y dos colinas desnudas y casi verticales de osamenta negra
emergían de la boca de la garganta. En las crestas de esas colinas asomaban los
Dientes de Mordor, dos torres altas y fuertes. Las habían construido los hombres
de Gondor en días muy lejanos de orgullo y grandeza, luego de la caída y la fuga
de Sauron, temiendo que intentase rescatar el antiguo reino. Pero el poderío de
Gondor declinó, y los hombres durmieron, y durante largos años las torres
estuvieron vacías. Entonces Sauron volvió. Ahora, las torres de atalaya, en un
tiempo ruinosas, habían sido reparadas, y las armas se guardaban allí, y las
vigilaban día y noche. Los muros eran de piedra, y las troneras negras se abrían
al norte, al este y al oeste, y en todas ellas había ojos avizores.
A la entrada del desfiladero, de pared a pared, el Señor Oscuro había
construido un parapeto de piedra. En él había una única puerta de hierro, y en el
camino de ronda los centinelas montaban guardia. Al pie de las colinas, de
extremo a extremo, habían cavado en la roca centenares de cavernas y
agujeros; allí aguardaba emboscado un ejército de orcos, listo para lanzarse
afuera a una señal como hormigas negras que parten a la guerra. Nadie podía
pasar por los Dientes de Mordor sin sentir la mordedura, a menos que fuese un
invitado de Sauron, o conociera el santo y seña que abría el Morannon, la puerta
negra.
Los dos hobbits escudriñaron con desesperación las torres y la muralla. Aun a
la distancia alcanzaban a ver en la penumbra las idas y venidas de los centinelas
negros por el adarve y las patrullas delante de la puerta. Echados en el suelo,
miraban por encima del borde rocoso de una concavidad a la sombra del brazo
más septentrional de Ephel Dúath. Un cuervo que a través del aire denso volara
en línea recta, no necesitaría recorrer, quizá, más de doscientas varas para llegar
desde el escondite de los hobbits hasta la cúspide de la torre más próxima, de la
que se elevaba en espiral una leve humareda, como si un fuego lento ardiera en