Page 775 - El Señor de los Anillos
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árboles enormes y quizá muy viejos, pero erguidos aún, aunque las copas
estaban desnudas y rotas, como castigadas por la tempestad y el rayo, que no
había podido matarlos ni conmover las raíces insondables.
—La Encrucijada, sí —susurró Gollum, hablando por primera vez desde que
salieron del escondite—. Hemos de tomar ese camino. —Virando ahora al este,
los guió cuesta arriba; y entonces, de improviso, apareció a la vista el Camino del
Sur: se abría paso serpenteando desde el pie de las montañas, para venir a morir
aquí, en el gran anillo de los árboles.
—Este es el único camino —cuchicheó Gollum—. No hay ningún otro. Ni
senderos. Tenemos que ir a la Encrucijada. ¡Pero de prisa! ¡Silencio!
Furtivamente, como exploradores en campamento enemigo, se deslizaron al
camino y con pasos sigilosos de gato en acecho avanzaron a lo largo del borde
occidental, al amparo de la barranca pedregosa, gris como las piedras mismas.
Llegaron por fin a los árboles y descubrieron que se encontraban dentro de un
vasto claro circular, abierto bajo el cielo sombrío; y los espacios entre los troncos
inmensos eran como las grandes arcadas oscuras de un castillo ruinoso. En el
centro mismo confluían cuatro caminos. A espaldas de los hobbits se extendía el
que conducía a Morannon; delante de ellos partía nuevamente rumbo al sur; a la
derecha subía el camino de la antigua Osgiliath, y luego se perdía en los sombras
del este: el cuarto camino, el que ellos tomarían.
Frodo se detuvo un instante atemorizado y de pronto vio brillar una luz: un
reflejo en la cara de Sam, que estaba junto a él. Se volvió y alcanzó a ver bajo la
bóveda de ramas el camino de Osgiliath que descendía y descendía hacia el
oeste, casi tan recto como una cinta estirada. Allí, en la lejanía, más allá de la
triste Gondor ahora envuelta en sombras, el Sol declinaba y tocaba por fin la orla
del paño funerario de las nubes, que rodaban lentamente, y se hundían, en un
incendio ominoso, en el Mar todavía inmaculado. El breve resplandor iluminó
una enorme figura sentada, inmóvil y solemne como los grandes reyes de piedra
de Argonath. Los años la habían carcomido, y unas manos violentas la habían
mutilado. Habían arrancado la cabeza, y habían puesto allí como burla una
piedra toscamente tallada y pintarrajeada por manos salvajes; la piedra simulaba
una cara horrible y gesticulante con un ojo grande y rojo en medio de la frente.
Sobre las rodillas, el trono majestuoso, y alrededor del pedestal unos garabatos
absurdos se mezclaban con los símbolos inmundos de los corruptos habitantes de
Mordor.
De improviso, capturada por los rayos horizontales, Frodo vio la cabeza de
rey: yacía abandonada a la orilla del camino.
—¡Mira, Sam! —exclamó con voz entrecortada—. ¡Mira! ¡El rey tiene otra
vez una corona!
Le habían vaciado las cuencas de los ojos, y la barba esculpida estaba rota,
pero alrededor de la frente alta y severa tenía una corona de plata y de oro. Una