Page 777 - El Señor de los Anillos
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Las Escaleras de Cirith Ungol
G ollum le tironeaba a Frodo de la capa y siseaba de miedo e impaciencia.
—Tenemos que partir —decía—. No podemos quedarnos aquí. ¡De prisa!
De mala gana Frodo volvió la espalda al oeste y siguió al guía que lo llevaba a
las tinieblas del este. Salieron del anillo de los árboles y se arrastraron a lo largo
del camino hacia las montañas. También este camino corría un cierto trecho en
línea recta, pero pronto empezó a torcer hacia el sur, para continuar al pie de la
amplia meseta rocosa que poco antes habían divisado en lontananza. Negra y
hostil se levantaba sobre ellos, más tenebrosa que el cielo tenebroso. A la sombra
de la meseta el camino proseguía ondulante, la contorneaba, y otra vez torcía
rumbo al este y ascendía luego rápidamente.
Frodo y Sam avanzaban con el paso y el corazón pesados, incapaces ya de
preocuparse por el peligro en que se encontraban. Frodo caminaba con la cabeza
gacha: otra vez el fardo lo empujaba hacia abajo. No bien dejaron atrás la
Encrucijada, el peso del Objeto, casi olvidado en Ithilien, había empezado a
crecer de nuevo. Ahora, sintiendo que el suelo era cada vez más escarpado,
Frodo alzó fatigado la cabeza; y entonces la vio, tal como Gollum se la había
descrito: la Ciudad de los Espectros del Anillo. Se acurrucó contra la barranca
pedregosa.
Un valle en largo y pronunciado declive, un profundo abismo de sombra, se
internaba a lo lejos en las montañas. Del lado opuesto, a cierta distancia entre los
brazos del valle, altos y encaramados sobre un asiento rocoso en el regazo de
Ephel Dúath, se erguían los muros y la torre de Minas Morgul. Todo era
oscuridad en torno, tierra y cielo, pero la ciudad estaba iluminada. No era el
claro de luna aprisionado que en tiempos lejanos brotaba como agua de
manantial de los muros de mármol de Minas Ithil, la Torre de la Luna, bella y
radiante en el hueco de las colinas. Más pálido en verdad que el resplandor de
una luna que desfallecía en algún eclipse lento era ahora la luz, una luz trémula,
un fuego fatuo de cadáveres que no alumbraba nada y que parecía vacilar como
un nauseabundo hálito de putrefacción. En los muros y en la torre se veían las
ventanas, innumerables agujeros negros que miraban hacia adentro, hacia el
vacío; pero la garita superior de la torre giraba lentamente, primero en un
sentido, luego en otro: una inmensa cabeza espectral que espiaba la noche. Los
tres compañeros permanecieron allí un momento, encogidos de miedo, mirando
con repulsión. Gollum fue el primero en recobrarse. De nuevo tironeó,
apremiante, de las capas de los hobbits, pero no dijo una palabra. Casi a la rastra
los obligó a avanzar. Cada paso era una nueva vacilación, y el tiempo parecía
muy lento, como si entre el instante de levantar un pie y el de volverlo a posar
transcurriesen unos minutos abominables.