Page 782 - El Señor de los Anillos
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como una mueca siniestra del otro lado del valle, pero la luz empezaba a
debilitarse en el interior. La ciudad toda se hundía una vez más en una sombra
negra y hostil, y en el silencio. Sin embargo, seguía poblada de ojos vigilantes.
—¡Despierte señor Frodo! Ellos se han marchado, y lo mejor será que
también nosotros nos alejemos de aquí. Todavía hay algo vivo en ese lugar, algo
que tiene ojos, o una mente que ve, si usted me entiende; y cuanto más tiempo
nos quedemos, más pronto nos caerá encima. ¡Animo, señor Frodo!
Frodo levantó la cabeza y luego se incorporó. La desesperación no lo había
abandonado, pero ya no estaba tan débil. Hasta sonrió con cierta ironía, sintiendo
ahora tan claramente como un momento antes había sentido lo contrario, que lo
que tenía que hacer, lo tenía que hacer, si podía, y poco importaba que Faramir o
Aragorn o Elrond o Galadriel o Gandalf o cualquier otro no lo supieran nunca.
Tomó el bastón con una mano y el frasco de cristal con la otra. Cuando vio que la
luz clara le brotaba entre los dedos, lo volvió a guardar junto al pecho y lo
estrechó contra el corazón. Luego, volviendo la espalda a la ciudad de Morgul,
que ahora no era más que un resplandor trémulo y gris en la otra orilla de un
abismo de sombras, se dispuso a ir camino arriba.
Gollum se había escabullido al parecer a lo largo de la cornisa hacia la
oscuridad del otro lado, cuando se abrieron las puertas de Minas Morgul, dejando
a los hobbits en el sitio en que se habían echado a descansar. Ahora volvía a
cuatro patas, rechinando los dientes y chasqueando los dedos.
—¡Locos! ¡Estúpidos! —siseó—. ¡De prisa! Ellos no tienen que pensar que el
peligro ha pasado, no ha pasado. ¡De prisa!
Los hobbits no le contestaron, pero lo siguieron y subieron tras él por la
cornisa empinada. Ese tramo del camino no les gustó mucho ni a Frodo ni a Sam,
aun después de tantos peligros como habían pasado; pero duró poco. Pronto el
sendero describió una curva, penetrando bruscamente en una angosta abertura en
la roca, y allí el flanco de la colina volvía a combarse. Habían llegado a la
primera escalera, que Gollum había mencionado. La oscuridad era casi
completa, y más allá de las manos extendidas no veían absolutamente nada; pero
los ojos de Gollum brillaban con un resplandor pálido, pocos pasos más adelante,
cuando se dio vuelta.
—¡Cuidado! —susurró—. ¡Escalones! Muchos escalones. ¡Cuidado!
La cautela era necesaria por cierto. Al principio Frodo y Sam se sintieron
más seguros, con una pared de cada lado, pero la escalera era casi vertical,
como una escala, y a medida que subían y subían, menos podían olvidar el largo
vacío negro que iban dejando atrás; y los peldaños eran estrechos, desiguales, y a
menudo traicioneros; estaban desgastados y pulidos en los bordes, y a veces
rotos, y algunos se agrietaban bajo los pies. El ascenso era muy penoso, y al fin
terminaron aferrándose con dedos desesperados al escalón siguiente, y obligando
a las rodillas doloridas a flexionarse y estirarse; y a medida que la escalera se iba