Page 774 - El Señor de los Anillos
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La tarde, como Sam suponía que había que llamarla, transcurrió lentamente.
Cuando asomaba la cabeza fuera del refugio no veía nada más que un mundo
lúgubre, sin sombras, que se diluía poco a poco en una oscuridad monótona,
incolora. La atmósfera era sofocante, pero no hacía calor. Frodo dormía con un
sueño intranquilo, se movía y daba vueltas, y de cuando en cuando murmuraba.
Sam creyó oír dos veces el nombre de Gandalf. El tiempo parecía prolongarse
interminablemente. De pronto Sam oyó un silbido detrás de él, y vio a Gollum en
cuatro patas, mirándolos con los ojos relucientes.
—¡A despertarse, a despertarse! ¡A despertarse, dormilones! —murmuró—.
¡A despertarse! No hay tiempo que perder. Tenemos que partir, sí, tenemos que
partir en seguida. ¡No hay tiempo que perder!
Sam le clavó una mirada recelosa: Gollum parecía asustado o excitado.
—¿Partir ahora? ¿Qué andas tramando? Todavía no es el momento. No puede
ser ni la hora del té, al menos en los lugares decentes donde hay una hora para
tomar el té.
—¡Estúpido! —siseó Gollum—. No estamos en ningún lugar decente. Los
minutos corren, sí, vuelan. No hay tiempo que perder. Tenemos que partir.
Despierte, amo, ¡despierte! —Se prendió a Frodo, que despertó sobresaltado, y
tomó a Gollum por el brazo. Gollum se desasió rápidamente y retrocedió.
—No seáis estúpidos —siseó—. Tenemos que partir. No hay tiempo que
perder. —Y no hubo modo de sacarle una palabra más. No quiso decir de dónde
venía ni por qué tenía tanta prisa. A Sam todo aquello le parecía muy sospechoso
y lo demostraba; de Frodo en cambio no podía saberse lo que le pasaba por la
mente. Suspiró, levantó el paquete y se preparó para salir a la creciente
oscuridad.
Gollum les hizo descender muy furtivamente el flanco de la colina, tratando
de mantenerse oculto siempre que era posible, y corriendo, encorvado casi
contra el suelo en los espacios abiertos; pero la luz era ahora tan débil que ni
siquiera una bestia salvaje de ojos penetrantes hubiera podido ver a los hobbits,
encapuchados, envueltos en los oscuros mantos grises, ni tampoco oírlos, pues
caminaban con ese andar sigiloso que con tanta naturalidad adopta la gente
pequeña. Ni una rama crujió, ni una hoja susurró mientras pasaban y
desaparecían.
Durante cerca de una hora prosiguieron la marcha en silencio, en fila, bajo la
opresión de la oscuridad y la calma absoluta de aquellos parajes, sólo
interrumpida de tanto en tanto por lo que parecía un trueno lejano, o un redoble
de tambores en alguna hondonada de las colinas. Siempre descendiendo, dejaron
atrás el escondite, y se volvieron hacia el sur y tomaron por el camino más recto
que Gollum pudo encontrar: una larga pendiente accidentada que subía a las
montañas. Pronto, no muy lejos camino adelante, vieron un cinturón de árboles
que parecía alzarse como una muralla negra. Al acercarse notaron que eran