Page 801 - El Señor de los Anillos
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Y en cuanto a Sauron: sabía muy bien dónde se ocultaba Ella-Laraña. Le
complacía que habitase allí hambrienta, pero nunca menos malvada; ningún
artificio que él hubiera podido inventar habría guardado mejor que ella aquel
antiguo acceso. En cuanto a los orcos, eran esclavos útiles, pero los tenía en
abundancia. Y si de tanto en tanto Ella-Laraña atrapaba alguno para calmar el
apetito, tanto mejor: Sauron podía prescindir de ellos. Y a veces, como un
hombre que le arroja una golosina a su gata (mi gata la llamaba él, pero ella no
lo reconocía como amo) Sauron le enviaba aquellos prisioneros que ya no le
servían. Los hacía llevar a la guarida de Ella-Laraña, y luego exigía que le
describieran el espectáculo.
Así vivían uno y otro, deleitándose con cada nueva artimaña que inventaban,
sin temer ataques, ni iras, ni el fin de aquellas maldades. Jamás una mosca había
escapado de las redes de Ella-Laraña, y jamás había estado tan furiosa y tan
hambrienta.
Pero nada sabía el pobre Sam de todo ese mal que habían desencadenado contra
ellos, salvo que sentía crecer en él un terror, una amenaza indescriptible; y esta
carga se le hizo pronto tan pesada que casi le impedía correr, y sentía los pies
como si fuesen de plomo.
El miedo lo cercaba, y allá adelante, en el paso, estaban los enemigos, a cuyo
encuentro Frodo corría ahora, imprudentemente, en un arranque de frenética
alegría. Apartando los ojos de las sombras de atrás y de la profunda oscuridad al
pie del risco a la izquierda, miró hacia adelante y vio dos cosas que lo asustaron
todavía más. Vio que la espada de Frodo centelleaba todavía con una llama azul;
y vio que si bien el cielo por detrás de las torres estaba ahora en sombras, el
resplandor rojizo ardía aún en la ventana.
—¡Orcos! —murmuró entre dientes—. Con precipitarnos no ganaremos
nada. Hay orcos en todas partes, y cosas peores que orcos. —Luego, volviendo
con presteza a la larga costumbre de estar siempre ocultando algo, cerró la mano
alrededor del frasco que aún llevaba consigo. Roja con su propia sangre le brilló
un instante la mano, y en seguida guardó la luz reveladora en lo más profundo de
un bolsillo, cerca del pecho, y se envolvió en la capa élfica. Luego procuró
acelerar el paso. Frodo estaba cada vez más lejos; ya le llevaba unos veinte pasos
largos, y se deslizaba, veloz como una sombra; pronto lo habría perdido de vista
en ese mundo gris.
Apenas hubo escondido Sam la luz del cristal de estrella, Ella-Laraña reapareció.
Un poco más adelante y a la izquierda Sam vio de pronto, saliendo de un negro
agujero de sombras al pie del risco, la forma más abominable que había
contemplado jamás, más horrible que el horror de una pesadilla. En realidad se